Hilda García | 04 de octubre de 2018
A la vista de corrientes como el animalismo, parece que la pirámide de valores se ha invertido. Los defensores de esta moda equiparan en derechos a los animales con el ser humano. Ningún otro «ismo» puede ocupar el lugar reservado al humanismo.
Dios dijo: “Hagamos al hombre a nuestra imagen, según nuestra semejanza; y que le estén sometidos los peces del mar y las aves del cielo, el ganado, las fieras de la tierra, y todos los animales que se arrastran por el suelo”.
(Génesis, 1:26)
Somos una sociedad de extremos. Un venenoso cóctel de inmadurez y relativismo moral ha embriagado a buena parte de la población. La resaca nos ha hecho perder la perspectiva y ha abierto la puerta a fenómenos como el animalismo. Ya se sabe: una oveja mala el rebaño entero daña.
Los “ismos” del nuevo milenio, lejos de transformarse en istmos que unen, se convierten en abismos que dividen. Sus demagógicas reivindicaciones se tornan más y más radicales. El postureo cobra fuerza.
Los postulados de esta moda del animalismo, prima hermana de otras como el feminismo mal entendido, el ambientalismo o el ecologismo, son curiosos. Equiparan a los animales con el ser humano y defienden que ambas especies deben gozar de los mismos derechos.
Parece que la escala de grises se ha evaporado. En poco tiempo hemos sido capaces de transitar desde la máxima crueldad al mayor sinsentido: de lanzar a una cabra desde un campanario a convertir a nuestras mascotas en los reyes de la casa.
Según la psicología, el amor exacerbado hacia los animales es fruto de sentimientos como la soledad o el desengaño. Ante el vacío vital motivado por la ausencia de un ser humano, las emociones se proyectan hacia una mascota, a la que incluso se llega a personificar. Esta situación puede desatar episodios de depresión o ansiedad y provocar incapacidad para relacionarse con otros individuos.
Decía Alexander Hubbleton que “el hombre es un animal racional, pero no razonable”. Una descorazonadora creencia que a veces parece hacerse realidad. Sacrificios como privarse de viajar en vacaciones para no dejar sola a la mascota o sacar al perro a horas intempestivas un día de lluvia torrencial para que utilice los “baños públicos” son actos que carecen de la más mínima lógica. Reflexionemos: ¿damos ese mismo trato a nuestra familia?
Y vamos más allá. Habría que preguntarse si los que se confiesan amantes de los animales lo son en realidad. ¿Tener una mascota para que no nos sintamos solos es una muestra de cariño? ¿Enclaustrar a un dogo en un piso “tamaño exministra Trujillo” es quererlo? ¿Y dejarlo atado a una farola o en la terraza ladrando toda la noche mientras nos divertimos? ¿Lo es mantener entre rejas a un conejo, un hámster o un pájaro? No, eso no es amor, es puro egoísmo.
Los animales no son un adorno de nuestro hogar ni un complemento de nuestro atuendo. Están llamados a cumplir una misión: desde las más básicas, como servirnos de alimento o abrigo, a las más especializadas, como los perros que “trabajan” de lazarillos o policías. Y deben vivir en su hábitat natural.
Lo más lamentable es que el negocio creado en torno a los animales se amplía y mueve mucho dinero. Mientras haya seres humanos pasando auténticas penurias, resulta muy frívolo -por no decir inmoral- llevar a una mascota a una peluquería de diseño, a un spa o ponerle una grotesca vestimenta.
A la vista de los comportamientos de algunos, da la impresión de que la pirámide de valores se ha invertido. El arca de Noé hace aguas, pero nunca es tarde para enderezar el rumbo.
Ordenemos las prioridades. Los animales son criaturas al servicio del hombre, y no al contrario. Debemos respetarlos, cuidarlos y evitarles daños innecesarios. Pero el hombre, en su sitio, y el animal, en el suyo. No es especismo ni antropocentrismo, sino mero sentido común.
El ser humano es el centro de la Creación y así debe ser. No tiene sentido dar a los animales derechos de los que privamos a algunos de nuestros congéneres. Es inadmisible que el animalismo ocupe el espacio reservado al humanismo.
“El hombre se diferencia del animal en que bebe sin sed y ama sin tiempo”, escribió Ortega y Gasset. Pues si tenemos una inteligencia superior, hagamos gala de ella. Que no nos pille el toro.