Mariano Alonso | 04 de octubre de 2018
En los años ochenta, Felipe González dirigía con la holgura de sus mayorías absolutas el primer Gobierno de la izquierda española después del franquismo. Fueron los años de la reconversión industrial, que lo enfrentó a los sindicatos. También del OTAN “de entrada, no” que terminó con un giro copernicano para, referéndum mediante, mantener al país en la Alianza Atlántica. A su izquierda, el histórico Partido Comunista de España (PCE), reconvertido luego en Izquierda Unida, arremetía contra estas políticas, consideradas una traición a la base social del PSOE, algo que también hacía, desde dentro del partido, la corriente Izquierda Socialista. Un movimiento impulsado por Antonio García Santesmases, quien protagonizó encendidos debates, sobre todo a cuenta de la OTAN, con su secretario general. Pues bien, imagine el lector que Santesmases, andado el tiempo y con el Partido Popular en La Moncloa, hubiese llegado al liderazgo del PSOE. Eso, mutatis mutandis, es lo que representó en 2015 en Reino Unido la irrupción de Jeremy Corbyn como líder laborista.
Let me repeat my offer to the Prime Minister on her Brexit deal. #Marr pic.twitter.com/QuYbfWP0ne
— Jeremy Corbyn (@jeremycorbyn) September 30, 2018
La analogía es imperfecta, pues Jeremy Corbyn, al contrario que nuestro Santesmases, es persona más de acción que de intelecto. Sus biografías oficiales hablan de que abandonó la universidad, en concreto la Politécnica North London, por una discusión con sus tutores sobre el plan de estudios. Motivo excesivo, parece, para renunciar nada menos que a una carrera académica. Jeremy Corbyn es uno de esos hombres dedicados por entero a la política, desde su tierna implicación en una organización de ayuda al desarrollo en Jamaica a su activismo sindical o su implicación en las manifestaciones de los años sesenta contra la guerra del Vietnam. De allí a su primer puesto como concejal del distrito londinense de Haringey, con apenas veinticinco años, hasta que en 1983 obtiene su escaño en la Cámara de los Comunes por la circunscripción de Islington del Norte.
Era la etapa de Margaret Thatcher en Downing Street, un periodo de depresión política en las filas laboristas que solo acabaría mucho tiempo después, en 1997, con la elección como primer ministro de Tony Blair, la perfecta némesis de Jeremy Corbyn. Durante la década de Blair en el poder, Jeremy Corbyn fue algo más de lo que se entiende por un verso suelto. Acusó a su correligionario de violar los derechos humanos, se opuso, naturalmente, a la guerra de Iraq en 2003, en la que Blair prestó entusiasta apoyo a George W. Bush y, en un episodio relacionado con España, hizo campaña por la extradición a nuestro país del dictador chileno Augusto Pinochet, reclamado por el juez Baltasar Garzón. Vivía, por entonces, el segundo de sus tres matrimonios, con la exiliada chilena Claudia Bracchitta, madre de sus tres hijos. Antes que ella, su corazón lo ocupó la británica Jane Chapman, compañera como concejal de Haringey y después, y por el momento, la mejicana Laura Álvarez, abogada e importadora de café de comercio justo. De ahí que Jeremy Corbyn hable castellano con fluidez. La suficiente, al menos, para cimentar dos conquistas sentimentales.
En mayo del año próximo, Jeremy Corbyn cumplirá los setenta años ejerciendo de líder de la oposición a Theresa May, y cuando su país ya habrá precisado los términos exactos de su divorcio político de la Unión Europea tras el triunfo del brexit. Un asunto que le ha obligado, en sus tres años al frente del laborismo, a bailar entre dos aguas y ejercer la ambigüedad propia de la realpolitik, esa que tanto denostó en otros tiempos.
No es imposible que, concretada ya la salida del club comunitario, la frenética vida política británica de los últimos años le ponga delante el desafío de unas nuevas elecciones anticipadas. En las de 2017, Jeremy Corbyn mejoró el resultado de los suyos, pero no lo suficiente para mudarse al 10 de Downing Street. Dados los imperativos políticos, y biológicos, tendrá pocas oportunidades más de firmar ese contrato de alquiler. Si lo hace, habría cambiado definitivamente la historia de los laboristas.