María Solano | 15 de octubre de 2018
Ha sido una reciente sentencia. Esta ha llegado a los medios. Otras muchas no. La justicia daba la razón a un padre que se negaba a seguir pasando una pensión a su hija para que continuase con unos estudios que había alargado hasta el extremo sin el más mínimo aprovechamiento. Y la chica, que era un claro ejemplo de nini, que ni estudia ni trabaja, aunque esté matriculada, vivía, como dice mi abuela, “a la sopa boba”, sin saber “lo que vale un peine”. Son los «hijos parásito», fruto de unos compromisos educativos malinterpretados, de un tiempo en el que se ha confundido cuál era el verdadero deber de los padres.
¿Cuál es el deber de los padres? La legislación establece claramente esa obligación de cuidar, de mantenerlos. Pero falta un matiz teleológico: el verdadero deber es permitir que se conviertan en personas adultas independientes y capaces de valerse por sí mismas en la medida de sus posibilidades. Si nos centramos solo en los cuidados, no les damos la oportunidad de crecer. Y si confundimos llevarlos a la vida adulta con el mero hecho de la educación académica, también habremos errado el tiro, porque los estudios son solo una de las muchas facetas que componen el complicado prisma de nuestra personalidad.
Hijos sobreprotegidos, hijos frustrados . Por qué es necesario que lleven su mochila
Y el daño realizado no solo es a ese hijo que no se vale por sí mismo, que «parasita» la vida y pobreza de sus padres mientras alarga el mito de Peter Pan hasta el extremo. El problema es que también el conjunto de la sociedad se verá afectado, una sociedad que necesita de la familia para que los ciudadanos del mañana estén correctamente educados en los valores: en la entrega, en el bien común, en el trabajo…
Hoy nos obsesionamos con encaminar a los niños hacia su máxima capacidad académica, les facilitamos los mejores estudios, evitamos que se descentren con cualquier otra tarea que no vaya enfocada a un presunto éxito profesional, y se nos olvida explicarles que todo eso requiere esfuerzo, de padres y de hijos.
Fruto de esa interpretación errónea del concepto de “cuidados del hijo”, se produce un proceso de conversión del «hijo dictador» hasta el «hijo parásito». Todo empieza con un gesto de buena voluntad, como prestar una excesiva ayuda en los deberes o evitar que realicen determinadas tareas domésticas, porque eso les roba tiempo para estudiar. Lo primero que pasa es que el niño siente un natural agradecimiento y un alivio momentáneo: se ha librado de hacer tal cosa.
En paralelo, y sin que nos demos cuenta, se ha producido un nulo enriquecimiento personal. El niño no se siente realizado, porque no ha hecho ninguna tarea. Como tiene la capacidad de compararse con otras personas de su entorno, empieza a sentir vergüenza, porque se da cuenta de que otros sí pueden hacer lo que él parece incapaz de hacer. Peor aún: lo que sus padres le creen incapaz de hacer, porque, si no, se lo encomendarían.
Pero en la naturaleza humana está la tendencia a evitar la culpabilidad y buscar una autojustificación que garantice que lo estamos haciendo bien. El niño que recibe más ayuda de la que necesita se justifica con un alegato que hará suyo para siempre: “tengo derecho a que hagan esto por mí”. Naturalmente, a partir de ese punto extrapolará ese falso derecho a no hacer nada a cualquier ámbito de su vida. Ya tenemos a los «pequeños dictadores» que exigen sin ton ni son, incapaces de valorar el esfuerzo ajeno, y candidatos perfectos al «hijo parásito». Entonces llega a la vida de adulto y, como diría mi abuela, “no sabe lo que vale un peine” porque nadie se lo ha hecho saber.