Mariano Ayuso Ruiz-Toledo | 10 de octubre de 2018
El Tribunal Supremo ha confirmado la condena, por el caso de las tarjetas black, a Rodrigo Rato y a otros sesenta y tres directivos de Caja Madrid y Bankia que les impuso la Audiencia Nacional. Tan solo ha rebajado la pena a algunos de ellos por apreciar como circunstancia atenuante muy cualificada de reparación del daño.
Este caso de las tarjetas black es uno de los más bochornosos episodios de la corrupción generalizada que imperó en toda la laxitud moral del sistema político y financiero español de los últimos lustros (las prácticas ilegales del caso comenzaron a finales de los años ochenta del pasado siglo, aunque no se han condenado por estar prescritas) y afectando a todo el espectro político y sindical (populares, socialistas, comunistas, UGT, CCOO y poderes fácticos).
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El punto de partida de las tarjetas black fue la idea de superar las limitaciones legales a las retribuciones a los miembros del Consejo de Administración y Comisión de Control de Caja Madrid como indemnización por asistencia a las reuniones y gastos justificados, mediante la entrega de unas tarjetas de débito, con un límite mensual y anual muy elevado, cuyos pagos o disposiciones de efectivo iban directamente a cargo de la entidad. Los gastos o disposición de fondos tenían -como digo- un límite, pero no tenían que justificarse.
Por esta vía, los beneficiarios -ahora condenados penalmente por apropiación indebida- se lucraban en sumas diversas, en algunos casos de varios cientos de miles de euros, a cargo de los fondos de la entidad, más allá de lo que podían legalmente percibir, y ello ya fuera comprando en comercios o locales de restauración (alguno de los beneficiarios pagaba con la tarjeta black en sus propios locales sus gastos) o disponiendo dinero en efectivo.
Al avanzar y consolidarse el sistema y visto lo jugoso y lucrativo (ilegalmente) del mecanismo, llegó a abandonarse la idea justificativa (pero nunca legítima) inicial y se entregaron tarjetas black a directivos de la entidad que no pertenecían a los órganos de administración y control (los cuales “solo” percibían indemnizaciones por asistencias y gastos justificados), y que tenían sueldos acordes a su cargo, en los que no se integraban las sumas costeadas con las tarjetas black.
Además de esta irregular e ilegal forma de establecer una “retribución complementaria” a consejeros y directivos, el saldo dispuesto de las tarjetas black no era declarado a la Agencia Tributaria, ni a la Seguridad Social, por la entidad y era de tal manera opaco su funcionamiento que los “beneficiarios” tenían que llevar privadamente la contabilidad de las sumas dispuestas para ver si estaban dentro de los límites mensuales o anuales.
El Tribunal Supremo solo ha estimado -al resolver los recursos de casación- algunas peticiones de rebaja de pena por circunstancia atenuante muy cualificada de reparación del daño (devolver las sumas dispuestas, sustraídas en realidad, antes de iniciarse el procedimiento judicial formal), pero ha rechazado las objeciones a la sentencia de la problemática calificación de los delitos como administración desleal o apropiación indebida (materia en la que ha habido cambios normativos y jurisprudenciales), o si los partícipes no administradores de la entidad lo eran a título de coautores o de cooperadores necesarios (con la misma pena). También ha rechazado la impugnación fundada de que la principal prueba de cargo fuera una hoja Excel haciendo constar los detalles de las apropiaciones, al entender que la prueba era la contabilidad informática de la entidad y no el papel en el que esta se hace constar.
En suma, el Tribunal Supremo -más allá de tecnicismos y tretas procesales para dejar sin efecto la sentencia de la Audiencia Nacional- ha dejado clara la ilicitud de este escándalo de las tarjetas black y que no puede burlarse la ley aunque estén de acuerdo en ello muchos sectores muy influyentes.
Porque eso es lo que se estaba enjuiciando en definitiva: si un grupo de personas altamente influyentes y bien posicionadas puede soslayar todos los controles legales y estatutarios para hacerse ilegítimamente con los bienes de una entidad, con tal de que hagan partícipes de ello al suficiente número de representantes de los demás actores de la vida pública (partidos políticos, sindicatos mayoritarios, asociaciones empresariales y otros niveles de influencia muy elevados).
Ciertamente, obliga a una reflexión sobre la solidez de nuestro sistema de valores y la honestidad personal en la sociedad actual el que un mecanismo de enriquecimiento al margen de la Ley -pues era evidente que las tarjetas black estaban al margen de la legalidad y algunos consejeros no las utilizaron nunca- fuera admitido y empleado por tantas personas de tan distintas ideologías y posiciones profesionales y económicas sin plantear objeción alguna. Lamentable.
Solamente queda el consuelo de la conocida anécdota de Federico del Grande, cuando un ciudadano al que pretendía avasallar le dijo “Sire, es gibt noch Richter in Berlin”, “Señor, todavía hay jueces en Berlín”.