Fernando Díaz Villanueva | 26 de octubre de 2018
La reforma fiscal de Donald Trump ha supuesto el impulso definitivo de la economía de Estados Unidos. La bajada de impuestos se complementa con una regulación menos compleja que favorece el dinamismo empresarial.
Hace justo un año, cuando Donald Trump anunció su reforma fiscal, los demócratas del Congreso pusieron el grito en el cielo. Nancy Pelosi, líder de la minoría demócrata en la Cámara de Representantes, cargó contra la reforma calificándola de «antipatriótica» y de «minar los valores estadounidenses» porque, según ella, un presupuesto es una declaración de valores, algo que tiene más que ver con la justicia que con la contabilidad.
La reforma fiscal dejaba más dólares en los bolsillos de la gente, por lo que no era difícil atisbar sus consecuencias. Cuando tenemos más dinero lo gastamos o lo ahorramos. Ese ahorro se convierte en inversión y la inversión en nueva riqueza que, a su vez, potencia el consumo y, de nuevo, la inversión. Un círculo virtuoso bien estudiado por los economistas desde hace siglos. Es por ello que subir impuestos siempre agravó los problemas económicos de cualquier país y bajarlos los alivió. No hace falta mucha teoría al respecto, la práctica se basta y se sobra para demostrar las bondades de los impuestos bajos.
Best Jobs Numbers in the history of our great Country! Many other things likewise. So why wouldn’t we win the Midterms? Dems can never do even nearly as well! Think of what will happen to your now beautiful 401-k’s!
— Donald J. Trump (@realDonaldTrump) October 21, 2018
Pues bien, esta reforma ha sido el último y definitivo propulsor de la economía norteamericana, que atraviesa el año más dulce del último medio siglo. La recuperación empezó con Barack Obama. Arrancó, de hecho, el día después del gran batacazo de finales de 2008. La crisis, que se debía en gran parte a las alegrías crediticias de la ‘era Bush’, dejó el mercado laboral en números rojos. En 2009, el desempleo escalaba por encima del 10% y las solicitudes de quiebra se amontonaban sobre los escritorios de los abogados
El equipo económico de Obama tiró de efectivo. Un estímulo de 800.000 millones de dólares, varios rescates a cargo del contribuyente, aumento del salario mínimo y una subida de impuestos para las rentas altas. Como resultado, la deuda se duplicó durante los dos mandatos. También lo hicieron la regulación y los controles.
A cambio, la economía fue recuperándose. Primero con parsimonia y luego, a partir de 2014, con mayor velocidad. Con todo, la recuperación de Obama fue extraordinariamente lenta. A juicio de los expertos, una de las más lentas de la historia de las recesiones. Durante sus dos mandatos el crecimiento anual del PIB promedió un 2,1%, que no está mal, pero que tampoco es para tirar cohetes.
Los llamados Obamanomics eran una mezcla de estímulo sistemático, monetización de deuda y concesiones a las grandes corporaciones. Todo en un magma de altos impuestos y ubicuas regulaciones. Pero la economía, una vez liberada de los cepos que se había puesto durante la última burbuja, reaccionó positivamente. Estados Unidos es el país más dinámico del mundo. Muy mal hay que hacerlo para que la economía no crezca.
En esas estaban cuando entró Donald Trump por la puerta. Tan pronto como salió elegido, en noviembre de 2016, se dispararon los índices de confianza, tanto de los consumidores como de los empresarios. Ese ‘efecto Trump’ no tardó en trasladarse a la economía real. Cuando tomó posesión, en el primer trimestre de 2017, la economía crecía al 1,8%, en el segundo trimestre de este año lo estaba haciendo al 4,1%.
Prácticamente todos los indicadores han mejorado: la actividad industrial, el ingreso medio en los hogares, los índices bursátiles… y, naturalmente, el desempleo, que se encuentra en mínimos de los últimos 50 años con una tasa del 3,7%, lo más cerca del pleno empleo que puede estar una economía.
¿Ha sido todo atribuible a Donald Trump? En buena medida, sí. Y no solo por la reforma fiscal, que obviamente ha contribuido, pero no en mayor medida que la desregulación que prometió en campaña y que ha llevado a cabo.
Una de las características del «obamismo» fue regar de regulaciones prácticamente cualquier actividad económica, algunas de ellas muy onerosas y que disuadían de ponerse a producir. Esta de levantar regulaciones ha sido una de las grandes hazañas de Trump. Conforme al protocolo de desregulación que adoptó el año pasado, la introducción de una nueva norma exige eliminar otra ya existente. En total, se han retirado casi 1.600 regulaciones que se corresponden con 15 millones de horas que las empresas tenían que dedicar a papeleo.
Si a una economía se le aligera la carga impositiva y se le retiran obstáculos, lo previsible es que avance y se expanda. No hay nada milagroso en ello. El milagro víno antes cuando se decidió eliminar los topes que impedían moverse al gigante.
Decisiones como la subida del salario mínimo interprofesional o el fin del diésel han provocado un incremento de costes laborales, superior al 20%, que acaban pagando los más débiles.