Yolanda Vaccaro | 03 de noviembre de 2018
El asesinato del periodista Jamal Khashoggi, presuntamente a manos de fuerzas oficiales de su país, Arabia Saudí, es la gota que debería derramar el agua de un cántaro demasiado lleno de irregularidades. A principios de octubre, el periodista ingresó en el consulado saudí en Estambul, Turquía, para obtener los papeles preceptivos para poder casarse con su novia, la turca Hatice Cengiz. Ella lo esperó en la puerta durante horas. Él nunca salió.
Hasta la fecha, no se sabe qué ocurrió exactamente con Kashoggi. Lo único que parece claro es que está muerto. Desde el Gobierno saudí han dado diferentes versiones del suceso. Tras asegurar que el periodista había salido por su propio pie de la legación consular (incluso un agente saudí, al parecer, se puso la ropa del periodista tras su desaparición y salió del consulado para una simulación ante las cámaras de vigilancia), sobrevinieron luego diversas, esperpénticas y escalofriantes versiones sobre su desaparición. El presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, hizo del tema un asunto de Estado pero, luego de asegurar que llegaría hasta el final y anunciar resultados concluyentes de su investigación, compareció en su país dando vagas y repetitivas explicaciones del tema. Al final, todo indicaría que Erdogan no quiere enemistarse con el régimen saudí.
El problema es que Erdogan no está solo en ello. El caso de Kashoggi ha sido una conmoción que ha agitado al mundo occidental, especialmente porque se trata de un periodista crítico con los saudíes que colaboraba con el periódico estadounidense The Washington Post, y porque los saudíes habrían asesinado a alguien fuera de su territorio (consulados y embajadas se consideran técnicamente territorios del país visitante, pero es evidente que están en el país anfitrión), y de forma grosera y sanguinaria. Ahorrar calificativos para lo que ha ocurrido impide dar cuenta de lo acontecido con la mínima fidelidad, y no resulta ético.
Como Erdogan, gran parte de líderes en la comunidad internacional prefiere hacer la vista gorda ante el prontuario de los tiránicos gobernantes en Riad. Y es que Arabia Saudí es uno de los regímenes menos democráticos, pero también es el mayor productor de petróleo en el mundo. Un régimen con el que se negocia en todo ámbito de rubros, no solo en el del petróleo o las armas, sino en todos los terrenos. Por ejemplo, el hecho de que algunas grandes fortunas saudíes (naturalmente, miembros de la familia real) inviertan en terrenos de vanguardia tecnológica en diversas partes del globo ata a sus aliados con un régimen que dista mucho de respetar los derechos humanos.
En este ejercicio de contorsionismo político y moral, se ha alabado de los gobernantes saudíes que practiquen la apertura económica en el comercio y emprendan reformas llamativas pero que, en realidad, son casi cosméticas. Así, el príncipe heredero, Mohamed Bin Salman, conocedor del poder de la imagen en el mundo globalizado de hoy, ha dirigido pequeños cambios en su país que, en el fondo, no son más que meras concesiones que en cualquier democracia se dan por descontadas. Por ejemplo, este año tuvo la “generosidad” de permitir que las mujeres conduzcan automóviles sin permiso de sus familiares o tutores varones.
Caso Khashoggi. Un asesinato que calienta la guerra fría en Oriente Medio
El gesto ocupó portadas de los medios más prestigiosos y fue motivo de elogio por parte de no pocos líderes del mundo libre. Pero, analizando con un poco de detenimiento el hecho, no debería haber sido elogiado sino que, por el contrario, debería haber sido motivo para resaltar todo el camino que le falta por recorrer al mundo saudí para ser considerado remotamente homologable, tal como sí hicimos en EL DEBATE DE HOY. La noticia debió ser que aún había un país que impedía que las mujeres conduzcan sin permiso para, a partir de allí, preguntarse por el resto de restricciones a los derechos y libertades que ese país mantiene. No parece casual que diversas investigaciones apunten a que el crimen contra Khashoggi habría sido ordenado directamente por Bin Salman.
Y es que tanto gobernantes como medios de comunicación deberían tener siempre claro que el modelo de capitalismo del siglo XXI y de la democracia homologable no casa bien con un sistema político teocrático del siglo VII (algo que, por cierto, desde luego se puede aplicar a otros socios preferentes del comercio y de la economía internacional).
En este marco, el hecho de que haya personas condenadas a torturas y a la pena capital en Arabia Saudí sin siquiera un juicio mínimamente al uso no es algo que se desconozca, sino que es algo con lo que convivimos como si no ocurriera, porque no ocupa las portadas. Lo nuevo es que, al margen de ciudadanos saudíes que han atentado en el exterior, aparentemente sin conexión probada con su Gobierno (eran saudíes 15 de los 19 terroristas que cometieron los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Estados Unidos, matando a más de tres mil personas, a las órdenes del también saudí Osama Bin Laden), la desaparición de Khashoggi sería el primer asesinato ordenado directamente por la cúpula saudí para ser perpetrado en el extranjero.
Un crimen que debería marcar, por fin, un punto de inflexión en el tratamiento que la comunidad internacional presta al régimen de Riad. Sin soslayar el hecho de que las violaciones de los derechos humanos deben ser motivo de condena allí donde se produzcan, resulta por lo menos inquietante pensar hasta dónde podría llegar un régimen que quedara impune tras, presuntamente, haber asesinado a un periodista que publicaba en The Washington Post (la repercusión del crimen era obvia), y tras haberlo hecho fuera de sus fronteras.