Cristina Noriega | 12 de diciembre de 2018
Las experiencias vividas en la infancia son cruciales en el desarrollo emocional y cognitivo del individuo. Los padres, quienes generalmente son las principales figuras de apego, desempeñan un papel fundamental en cómo nos percibimos a nosotros mismos y el mundo que nos rodea: ¿soy una persona valiosa y digna de ser querida? ¿Me siento capaz de explorar y enfrentarme al mundo que me rodea? ¿Son confiables las personas de mi entorno? ¿Se mostrarán disponibles si me siento vulnerable o me abandonarán y decepcionarán?
El apego es un término que hace referencia a la vinculación afectiva establecida entre el cuidador principal y el niño durante los primeros años de vida. En la medida en que el niño perciba que su figura de referencia lo cuida, le muestra cariño, responde a sus demandas, lo contiene cuando se siente intranquilo y le da seguridad para explorar el mundo que le rodea, este va a desarrollar una imagen positiva de sí mismo, al tiempo que va a confiar en los demás y sabrá que puede recurrir a otras personas cuando se sienta vulnerable. Por el contrario, cuando el niño no ha percibido protección y apoyo, es más probable que se sienta inseguro y desconfiará de sí mismo, así como de las personas y del mundo que le rodean.
John Bowlby, en su teoría del apego, mantenía que cada persona tiene un tipo de apego predominante que se configura a partir de las experiencias tempranas con los padres y que influye en la manera en que elegimos las relaciones y en cómo interactuamos con otras personas en la vida adulta.
Los niños con apego seguro, generalmente, tienen padres afectivos capaces de reconocer y regular las emociones del hijo y que le permiten explorar el mundo de manera segura. En la adultez, son personas seguras de sí mismas, capaces de establecer relaciones íntimas a nivel emocional y de pedir ayuda cuando lo necesitan. En las relaciones de pareja, se muestran sensibles, brindan apoyo emocional, tratan de incluir a la pareja en la toma de decisiones y suelen tener menos conflictos.
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Los niños con apego inseguro-ambivalente suelen tener padres que muestran una preocupación excesiva, sobreprotectora, e inhiben la posibilidad de que el hijo pueda explorar, equivocarse y, por tanto, lograr su autoestima. De adultos, son personas con una imagen negativa de sí mismos, con mucho miedo al abandono. Se muestran altamente demandantes, intentan establecer una intimidad forzosa, a veces demasiado rápido y poco natural, sobreimplicándose, lo que les genera numerosos conflictos con su pareja.
Por su parte, los niños con apego inseguro-evitativo se caracterizaban por tener cuidadores distantes, exigentes, que no responden a sus demandas porque potencian que el hijo se las arregle solo y sea autosuficiente. Como resultado, en la adultez son personas que tienen una imagen positiva de sí mismos, pero desconfían del entorno, lo que les lleva a mostrarse distantes e incómodos con las relaciones cercanas emocionalmente, las cuales tienden a evitar. Por el contrario, le dan mucha importancia a la intimidad y la autonomía.
Por último, el apego desorganizado se suele dar en casos de abusos o situaciones traumáticas en la infancia, en las que el niño percibe que la persona cuidadora puede ser causante de un gran sufrimiento. En la adultez son personas que tienen una imagen negativa tanto de sí mismos como de los que les rodean. Así, por un lado, desean tener relaciones cercanas, pero, por otro lado, no confían en sí mismos y muestran miedo ante el abandono, reflejando comportamientos contradictorios.
¿Esto quiere decir que las relaciones que establecemos en la etapa adulta son culpa de los padres?
Claramente, no. Aunque los padres desempeñan un rol importante sentando las bases en las vinculaciones afectivas, la persona adulta es capaz de crear cambios en sí mismo y en las relaciones que establece. No obstante, no es tarea sencilla. Por ello, es necesario fomentar desde la infancia vinculaciones padres-hijos afectivas, contenedoras emocionalmente y que permitan explorar el mundo en línea con el apego seguro, el cual está asociado con mayores niveles de autoestima y relaciones afectivas más satisfactorias y duraderas en vida adulta.