Cándida Filgueira Arias | 21 de noviembre de 2018
Ante las exigencias de la labor educativa en la actualidad, surge la iniciativa de la evaluación a los profesores para mejorar la calidad de la enseñanza y contribuir al desarrollo profesional de los docentes.
¿Deben ser evaluados los profesores? ¿De qué manera? ¿Quién evalúa al profesor? ¿Qué se hace con los resultados de esas evaluaciones? ¿De qué hablamos cuando hablamos de cultura de la evaluación a los profesores? ¿Es esa cultura que vincula la vida de un centro a la evaluación de un agente externo o realmente se va a emplear para que mejoremos en nuestro trabajo diario?
La cuestión de la evaluación de la práctica docente como garantía de calidad de la docencia y su situación actual en el sistema educativo español se está convirtiendo en un tema de gradiente relevancia.
La ministra de Educación y Formación Profesional, Isabel Celaá, ha puesto de manifiesto su interés en que «los mejores lleguen a la educación», y no solo por vocación, sino por profesionalidad, y para ello propone la evaluación de la carrera profesional docente no universitaria. Sin embargo, esta propuesta no es nada novedosa, puesto que en la anterior ley de educación, LOE, en su artículo 106, se constata un apunte sobre esta cuestión: “A fin de mejorar la calidad (…), las Administraciones educativas elaborarán planes para la evaluación de la función docente…”.
El apoyo al desarrollo profesional de los docentes es uno de los principios rectores de este ministerio y un asunto de gran importancia para este Gobierno. Por eso vamos a desarrollar un plan integral para impulsarlo, tal y como he explicado en el Congreso https://t.co/OKLQQha4Np
— Isabel Celaá (@CelaaIsabel) September 19, 2018
Por su parte, la OCDE apoya la propuesta de implementar las evaluaciones en este colectivo, y añade que debe haber un mecanismo que compense adecuadamente a los docentes y, así, poder acreditar y evidenciar sus competencias, tal y como lo realizan otros países.
Lo que sí debemos reconocer es que toda valoración enriquece e incorpora conocimiento y estrategias de intervención en la mejora de la educación en sentido amplio, así como en el complejo desarrollo multidiscidiplinar de nuestros estudiantes. No debemos olvidar que la reforma de la profesión docente debe descansar sobre tres pilares: la formación inicial; la gestión y estructuración formal de las prácticas docentes; y la evaluación al profesorado, vinculada a establecer el desarrollo de una carrera docente.
En efecto, la evaluación como vehículo o posibilidad de apertura hacia la carrera docente se hace necesaria pero, además, podemos añadir que no tiene por qué ser obligatoria y puede servir para incentivar y motivar a nuestros docentes hacia la excelencia académica. En este sentido, debemos matizar que no se trataría de establecer un «halo competitivo» entre los docentes, sino una especie de “evaluación continua” que dote al profesor de herramientas, destrezas y habilidades; en definitiva, de competencias para alcanzar unos objetivos bien definidos y concretos, formulados, planteados y dirigidos hacia unos determinados alumnos. Debemos desmitificar el concepto de evaluar, puesto que no se trata de inspección, sanción, control, sino más bien de crecimiento personal y profesional recopilando datos, generando conocimiento y llevándolos a la acción en el proceso último de gestionar un cambio para la mejora y superación de la situación actual.
Por otro lado, hay que destacar que el planteamiento de la tarea profesional y puesta en marcha de los centros educativos (autogestión) es fundamental para desarrollar un exitoso sistema educativo y contribuir a la formación integral de las personas, consiguiendo así los mejores resultados.
El profesor José Antonio Marina, autor en 2016 del Libro Blanco de la Educación por encargo de Íñigo Méndez de Vigo, resume de forma magistral cómo los profesores y el conjunto del centro intervienen en este cambio. Para ello, formula los siguientes objetivos en torno a la evaluación docente:
Insistir en que, para avanzar hacia una cultura de la evaluación más profesional y de calidad, es necesario afianzar una serie de requisitos que doten de coherencia y calidad a la evaluación docente. Por otro lado, la necesidad de apostar por la autoevaluación como estrategia para desarrollar procesos de calidad de la práctica docente resulta imprescindible en un contexto en el que la valoración debe obedecer y circunscribirse a los rigores de eficiencia y fidelidad, en correspondencia con la realidad, y que paute el proceso más adecuado para el inicio de una cultura aún por saber aplicar.