Fernando Díaz Villanueva | 14 de noviembre de 2018
La semana pasada, Podemos presentó en el Congreso una propuesta de ley a la que han dado en llamar «Ley integral de memoria democrática y de reconocimiento y reparación a las víctimas del franquismo y la Transición». En la práctica, supone una ampliación de la ley de memoria histórica y trae como novedad un ajuste cronológico consistente en que el franquismo como tal se extiende hasta 1983.
Los de Pablo Iglesias consideran que hasta la llegada de Felipe González al poder hubo «violencia de origen institucional». Eso es lo que, según ellos, sucedió de manera más o menos continua durante los siete años que mediaron entre la Ley para la Reforma Política del 76 y la victoria socialista de finales del 82.
Así, de primeras, suena delirante y de hecho lo es. La Transición propiamente dicha había concluido en 1982. Para aquel entonces, la España actual ya estaba constituida con todos sus elementos definitorios, incluidos, claro está, el Estado de derecho y la democracia representativa y multipartidista.
Habría que preguntarse, por tanto, por qué Podemos, un partido creado al abrigo de las leyes del mismo sistema cuyos orígenes condena, reinventa de un modo tan extravagante los años fundacionales del régimen actual y los asimila a una dictadura. No hace falta irse muy lejos en la propuesta de ley que han presentado en la Cámara Baja para encontrar las razones.
Tras una enérgica y reiterativa condena al franquismo, pasan a relatar las «ejecuciones, penas, sanciones, detenciones, torturas, exilios, destierros, depuraciones, confiscaciones» y otros tipos de represión que, según ellos, se dieron en el septenio de Adolfo Suárez y Leopoldo Calvo Sotelo. No detallan ninguno, pero cuantifican las víctimas mortales: 188.
Si vamos a los hechos, que son los que, a fin de cuentas, forjan la historia, lo que nos encontramos es que el franquismo pervivió en su estado más o menos puro hasta diciembre de 1976, momento en el que las Cortes franquistas se practicaron el seppuku con la Ley para la Reforma Política. Esta ley, que desmantelaba la arquitectura institucional del régimen, fue sometida a referéndum y aprobada por un 94% del electorado.
A favor de la misma estaban, aparte del Rey y del propio Gobierno, casi todas las fuerzas políticas del momento, que aún no se habían constituido como partidos políticos porque en aquel momento eran ilegales. En contra se posicionó el llamado búnker, con Falange y Fuerza Nueva a su cabeza.
La Transición no habría sido posible sin el Rey Juan Carlos, que no hizo lo que Franco quería
El PSOE y el PCE pidieron la abstención, en espera de que la ley se sustanciase en una apertura real. Por un lado, desconfiaban de Suárez, que no en vano venía de ser ministro secretario general del Movimiento. Por otro, no querían transmitir a sus seguidores la idea de que pactaban con los ministros de Franco.
No tardaron mucho en hacerlo. En solo cinco meses desde el referéndum, se legalizaron todos los partidos políticos para que pudiesen celebrarse elecciones libres y con el concurso de todas las fuerzas políticas, incluidas las de izquierda y extrema izquierda como el PCE, que fue legalizado en plena Semana Santa ante el estupor de muchos militares y, por descontado, de todo el búnker.
Si la Ley para la Reforma Política demolió el edificio del franquismo, las elecciones de junio de 1977 supusieron el comienzo de la construcción democrática. Se promulgó una amplia amnistía que extinguía todos los delitos de motivación política cometidos antes de diciembre de 1976. Fue una ley de punto final a la que se oponía Alianza Popular y que pedían los partidos de izquierda.
Luego vinieron los Pactos de La Moncloa y la redacción de la Constitución, que fue sometida a referéndum en diciembre de 1978, dos años después de que diese comienzo la reforma, a la que puso la guinda final. Los españoles volvieron a las urnas en marzo y abril de 1979 para renovar las Cámaras y las corporaciones municipales. En aquella primavera, la Transición interpretó su último compás y nació la España actual.
Es por ello que a este periodo de la historia de España muchos lo llaman régimen del 78, y no del 83. Fue 1978 el que trajo la Constitución y marcó el punto de inflexión definitivo entre la España de Franco y la democrática.
La Transición, con todo, fue un proceso algo dinámico que en algunos puntos se complicó. Como todo proceso histórico, tiene que entenderse como un fluido. El franquismo, que llegó de golpe como consecuencia de una cruenta Guerra Civil, se esfumó poco a poco. Primero, del ordenamiento legal; luego, del interior de las instituciones y, finalmente, de las mentalidades.
En España, afortunadamente, no hubo una purga, hubo un acuerdo. El espíritu que animó la Transición era el de la concordia, no el del desquite. El régimen franquista, al fin y al cabo, había sido muy popular entre amplias capas de la población, por lo que, de haber prevalecido las tesis revanchistas, probablemente todo hubiese terminado en un baño de sangre.
Como en todo acuerdo, la Transición -a la que bien podríamos denominar transacción- obligó a ceder a ambos lados. Las izquierdas aceptaron la monarquía y las derechas, la descentralización territorial. En lo que unos y otros estaban de acuerdo era en que el futuro fuese parlamentario y plural.
La ausencia se convierte en presencia . La marginación del protagonista de la Transición
Fue un proceso extenuante, en términos políticos, para el partido que lo pilotó, la UCD, una agrupación de notables montada en torno a Adolfo Suárez poco antes de las elecciones del 77. Tampoco estuvo exento de fallos como toda obra humana, más si cabe cuando fue llevada a cabo por esa variedad de humanos que se dedican a la política y que suelen ser cortoplacistas incorregibles.
Lo que está fuera de toda duda es que, para 1978, el franquismo había pasado a mejor vida. La ley de memoria histórica de 2007 reconoce 40 víctimas de las Fuerzas de Seguridad del Estado entre 1968 y 1978, año en el que la Constitución entra en vigor. Podemos, sin embargo, cuenta 188 solo desde 1975 y otorga la condición de víctimas de la Transición a quienes tuvieron «temor a ser perseguidos». Un ámbito este muy resbaladizo en el que es fácil perder el equilibrio.
Pero Iglesias no lo pierde, sabe exactamente lo que hace y por qué lo hace. Su así llamada ley de memoria democrática no es más que el enésimo intento de poner la historia a su servicio y al de su partido. Para hacerlo necesita retorcer los hechos. En ello está.
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