Manuel Martínez Sospedra | 19 de diciembre de 2018
En un sistema como el español, no es razonable que el Poder Judicial sea ejercido por funcionarios. El juez debe tener un mandato vitalicio y una retribución elevada. Hay que romper la separación entre la judicatura y las demás profesiones jurídicas.
Que la situación del Poder Judicial en España exige mejoras importantes no parece que sea susceptible de mucha discusión. Basta una mirada a la prensa publicada los últimos meses para percibirlo. Si ello no bastara, la mera lectura del último informe del Grupo de Estados contra la Corrupción (GRECO) del Consejo de Europa, bien nutrido de tirones de orejas para las instituciones españolas de gobierno, lo corroboraría. No obstante, hay que tener en cuenta que, cuando se habla de la independencia y la crisis del Poder Judicial, se están mezclando, no pocas veces de forma indebida, tres cuestiones distintas. La primera de ellas tiene que ver con el estatuto de los jueces (porque en nuestro sistema son los jueces, y solo ellos, los que son Poder Judicial); la segunda, con su modo de selección; la tercera, con el régimen del Consejo General del Poder Judicial, que no es Poder Judicial y sí es un órgano de gobierno de la Administración de Justicia. Vayamos por partes.
Comunicado del presidente de la Sala Segunda del Tribunal Supremo, Manuel Marchena pic.twitter.com/ayvKGO5yAn
— Poder Judicial (@PoderJudicialEs) November 20, 2018
Aquí y ahora, los jueces se reclutan mediante un procedimiento en esencia similar al propio de los funcionarios, reciben un estatuto jurídico esencialmente idéntico al de los funcionarios, son pagados como los funcionarios y se jubilan o retiran como los funcionarios. Ergo son funcionarios. Si el nuestro fuere un sistema de “Administración de Justicia”, eso tendría su lógica, pero como no lo es, como el nuestro es un sistema de “Poder Judicial”, no parece muy puesto en razón que un poder del Estado sea ejercido por funcionarios. Es cierto que la tradición pesa, pero también lo es que la situación existente indica que en este campo Bonaparte bate claramente a Montesquieu. Para que existiere congruencia entre la definición del juez como titular de un poder del Estado y su estatuto, este último tendría que ser peculiar. Y, como pertenece a la naturaleza del juez el ser independiente, ese estatuto debe ser sumamente garantista.
A mi juicio, la situación actual exige al menos tres cambios: primero, el mandato del juez debe ser vitalicio y solo puede ser retirado o jubilado por decisión propia o incapacidad judicialmente acreditada (sistema anglosajón); segundo, las retribuciones de los jueces deben ser elevadas (para que podamos tener buenos candidatos) y deben ser indisponibles a la baja incluso para el legislador (nuevamente sistema anglosajón); tercero: hay que romper la estricta separación actual entre judicatura y las demás profesiones jurídicas. Lo que nos lleva a la cuestión del reclutamiento.
En términos generales, la solución dada al problema de la selección de los jueces en nuestro entorno tiene dos respuestas básicas: de un lado, los sistemas en los que para ser juez se exige previa experiencia legal mediante el ejercicio de profesión jurídica, tras la cual se provee el nombramiento por autoridad política entre candidatos previamente acreditados (variantes del cual se han implementado en los Estados sucesores de la antigua doble monarquía, en Austria, Alemania, Países Bajos y Escandinavos); del otro, la provisión de candidatos sin exigencia previa de experiencia profesional, reclutados mediante procedimientos meritocráticos (oposición, escuela profesional o combinación de ambos) y estatuto funcionarial o cuasifuncionarial. En contra de opinión de sentido común, la percepción de la judicatura por los ciudadanos es mejor en los países que siguen el primer sistema que en aquellos otros que siguen el segundo. Y me parece claro que la buena opinión ciudadana favorece la independencia judicial. Revisar nuestro sistema para procurar que los candidatos a la judicatura tengan conocimiento de los negocios antes de su acceso al Poder Judicial no sería una mala idea.
Nuestra Constitución ha tratado de combatir la influencia gubernamental sobre la Justicia mediante la creación del Consejo del Poder Judicial, al que se denomina ‘General’, lo que sugiere que puede haber otros. Su razón de ser radica en tratar de limitar aquella influencia mediante el traslado al Consejo de aquellas facultades que permiten a los Gobiernos influir en la judicatura, incidiendo sobre la carrera profesional de los jueces. Tal parece que la Constitución haya escuchado la opinión que me dio, hace ya muchos años, un reputado magistrado: “Mire usted, en España un juez puede ser independiente con una condición: que renuncie a hacer carrera”.
Esa es la razón por la que la ley fundamental asigna la mayoría del Consejo a vocales de extracción judicial. Como de lo que se trata es de cerrar la puerta a la influencia de los Gobiernos y sus mayorías parlamentarias, la lógica del sistema exige que aquellos vocales sean elegidos no solo entre, sino también por los titulares del Poder Judicial, es decir, los jueces. Desgraciadamente, la Constitución dejó la puerta abierta mediante una remisión a la ley orgánica y el resultado ha sido la reintroducción de la influencia gubernativa por la vía de una elección parlamentaria degenerada en puro sistema de cuotas. Algo contra lo que previno el Tribunal Constitucional en 1986 (SSTC,s 45 y 108/1986 FJ 13). Tarde o temprano, esa regulación desviante, y su práctica viciosa, tenían que quebrar. Y han quebrado ahora, cosa que debemos agradecer a Manuel Marchena. Empero, como el GRECO (Grupo de Estados contra la Corrupción) nos advierte, de poco nos serviría la elección judicial del Consejo mientras el acceso a cargos de la estructura judicial no se rija por procedimientos de exigencia de mérito y capacidad. No creo que el cacicato de las asociaciones judiciales sea necesariamente mejor que el de los partidos y sus cuotas. Y hay que subir la inversión en Justicia, tradicionalmente vergonzosa. Veremos qué hace en la materia el próximo Parlamento, porque este no da mucho más de sí.
Quim Torra ha ordenado descolgar los lazos amarillos de los edificios públicos. El presidente de la Generalitat dispara para seguir haciendo ruido y se esconde tras el humo. Sánchez no da la cara y es el Poder Judicial el que defiende el Estado de derecho.