Jorge Aznal | 19 de diciembre de 2018
Vivir sin permiso, la serie protagonizada por José Coronado y Álex González, se ha emitido los lunes en Telecinco en horario de máxima audiencia. El famoso prime time. Pero, a pesar de los nombres que conforman su llamativo reparto, lo más honesto es que se emitiese en horario de sobremesa, el que más se ajusta a lo que realmente es Vivir sin permiso: una telenovela.
#VivirSinPermiso13 "¿Sabes por qué papá no te dejó nada? Porque me quería más a mí. Supéralo" https://t.co/bNcgw4BVL7 pic.twitter.com/nF6TI1BaI3
— Vivir sin permiso (@VSPserie) December 17, 2018
En esa franja horaria, la de primera hora de la tarde, La 1 emite Servir y proteger, una serie sin mayor trascendencia que me merece más respeto que Vivir sin permiso. En lo poco que he visto de Servir y proteger, que ocupa la franja habitual de las telenovelas, he encontrado a actores con un gran respeto por su profesión que merecerían volver a trabajar ya mismo en una serie de prime time. Los que acumulan más experiencia, como Fernando Guillén Cuervo, Luisa Martín, Roberto Álvarez o Pepa Aniorte; y los que son más jóvenes, como Sandra Martín, Andrea del Río, Elisa Mouliaà o Celia Freijeiro. En Vivir sin permiso, salvo excepciones, no veo esa misma dedicación.
José Coronado (Nemo Bandeira) aparte, que juega en otra liga y destaca en casi todo lo que hace, del reparto de Vivir sin permiso me quedo con Luis Zahera (Ferro) y con Claudia Traisac (Lara). Y aunque la composición del personaje de Álex Monner (Carlos) se mueva en los excesos, es digno de alabar su esfuerzo. Pero poco más. Álex González me cae muy bien y es una de las personas más divertidas con las que uno puede hablar en la profesión, pero su interpretación es lineal y apenas veo diferencias, por ejemplo, con su trabajo en El Príncipe. Y es raro que actrices como Pilar Castro o Leonor Watling, que nunca desentonan, lo hagan aquí. En cualquier caso, los intérpretes tampoco están bien dirigidos y el guion -demencial en algún momento- no da para mucho más.
Con todo, no es eso -ni mucho menos- lo peor de Vivir sin permiso. Tampoco el hecho de que los personajes no hablen con el acento ni con términos propios de Galicia, como se criticó desde el principio en las redes sociales. Ni que sea una serie totalmente prescindible, más aún cuando está reciente una serie bien escrita sobre el narcotráfico en Galicia como Fariña, basada en el libro de Nacho Carretero. Lo peor de Vivir sin permiso es que solo se preocupa por bañarlo todo en mal: narcotráfico, asesinatos, cosificación de la mujer, engaños, luchas de poder, corrupción, consumo de drogas… Y todo con la insólita impunidad con la que Nemo Bandeira, sus compinches y sus enemigos delinquen a sus anchas.
“Fariña”, los narcotraficantes no pueden ser Robin Hood
Vivir sin permiso es una serie artificial en la que reina la mentira y donde casi todos los personajes se mueven por dinero. Por eso destaca más el personaje que está mejor construido, el de Lara, uno de los pocos -junto al de Alejandro (Ricardo Gómez)- en rebelarse contra la falsedad que se respira a cada momento en una serie que es desacertada hasta para tratar el Alzheimer, la enfermedad que padece el personaje de Nemo Bandeira. Los enfermos de Alzheimer y sus familiares merecen estar representados en la ficción por personajes mucho mejores y mucho más humanos que un narcotraficante y su interesada familia.
Tuvieron que pasar nueve capítulos de Vivir sin permiso hasta que encontré un atisbo de humanidad en un personaje que no fuera el de Lara o el de Alejandro. Se trataba de un anciano mayordomo que se ofrecía a atar los cordones de los zapatos a Nemo Bandeira. Después, resultaba que hasta este hombre estaba pagado por el personaje de Álex González para que tuviera gestos como ese. Así que lo de la humanidad que, como las cosas más importantes, no se puede comprar, se quedó en eso: en atisbo.
En el fondo, Vivir sin permiso es el reflejo ficcionado de la realidad que Telecinco lleva mostrando tantos años con formatos como Gran Hermano o Sálvame. En una y en otra, en la ficción y en la realidad, el protagonista es el mismo: uno tan peligroso como el dinero.