Jaime Vilarroig | 07 de enero de 2019
Sarco es una máquina para suicidarse que estará disponible en este año 2019. Su creador es Philip Nitschke, un activista proeutanasia. La idea es sencilla: una especie de ataúd donde uno se tiene que introducir, pulsar un botón interno y esperar a que el nitrógeno liberado haga su función. Por si algún país está pensando en prohibir su venta, su inventor afirma que pondrá a libre disposición del público los planos en Internet para que cualquiera pueda imprimir desde su casa una versión en 3D.
Nitschke ya había inventado antes una “máquina liberadora” que consistía en un software para controlar voluntariamente la administración intravenosa de sustancias letales. Pero el tristemente famoso doctor Jack Kevorkian le había precedido en sus macabros inventos, pues puso a disposición del público el “tanatrón” (cóctel de tres inyecciones letales) o el “mercitrón” (una mascarilla para inhalar monóxido de carbono). Sin embargo, a pesar de sufrir un cáncer terminal, el doctor Kevorkian prefirió morir de muerte natural. No sabemos si Nitschke está dispuesto a probar su propia máquina del suicidio. ¿Cómo se reclutan voluntarios para las pruebas de eficacia? ¿Les retribuyen económicamente si el invento funciona?
Despenalización de la eutanasia. Legislar sin sentir el final de la vida
Los sabios estoicos advertían de que la última de las libertades humanas era quitarte la vida por tu propia mano. Pues bien, estas máquinas del suicidio parecen certificar que o no podemos acceder a esta última libertad humana o bien no queremos. Porque ahora ya ni siquiera me mato yo: me mata la máquina.
Si hoy en día la todopoderosa técnica lo mediatiza todo (las relaciones personales, el trabajo, el ocio, la sexualidad, etc.), parece que su poder omnímodo no se sustrae tampoco al poder absoluto de arrebatar una vida humana. En nuestra sociedad, nos vamos acostumbrando a una técnica capaz de conceder el don de la vida y ahora parece que vamos a tener que ir acostumbrándonos a una técnica capaz de arrebatarnos el último suspiro.
Así que podremos decir: ¡muero porque yo quiero! Pero será la máquina la que me mate. Hay algo de perturbador en el hecho de que suicidarse sea algo tan al alcance de la mano (tirarse a las vías de un tren, inhalar el gas de un tubo de escape, tomarse un cóctel de barbitúricos, etc.) y, sin embargo, tenga que venir la técnica a facilitarnos el proceso.
La aparición de una máquina como Sarco en el mercado da mucho que pensar. Si desde hace tiempo asistíamos a un creciente aislamiento del moribundo, como recordara Norbert Elías, hoy en día podemos prescindir del prójimo hasta para darnos muerte.
Además, máquinas como Sarco revelan la creciente mercantilización de la entera vida humana. Si las negras garras del capital no habían afincado lo suficiente en la muerte propia o ajena (el tanatorio, el nicho, la lápida, las coronas o simplemente los seguros de deceso), con esta fúnebre máquina asistimos a la mercantilización misma de la muerte en su sentido más radical.
Pero, como bien saben los psiquiatras, la petición de suicidio es una petición de ayuda. Nadie quiere morirse porque sí: lo que se pretende con la muerte es salir de una situación intolerable. Y las situaciones intolerables pueden ser sociales (maltrato, bullying), psíquicas (depresión) o físicas (dolor atroz). O las tres juntas.
¿Venderías el cuchillo a quien sabes que se lo va a clavar? ¿Venderías matarratas a quien se lo va a beber? Y entonces, ¿por qué distribuyen libremente esta máquina estos desalmados? Si voy por un puente y observo a alguien que se quiere arrojar al vacío, solo se me ocurre detenerlo, abrazarlo, y preguntarle qué le pasa y cómo le puedo ayudar. Y pienso que darle un empujón sería no solo moralmente indeseable, sino cruel. Así que la aparición en el mercado de una máquina del suicidio se parece demasiado a la macabra aparición, en el puente desde el que uno se quiere suicidar, de alguien que está dispuesto a empujar al suicida.
Philip Nitschke, autoproclamado humanista, está dispuesto a poner una pistola cargada en manos de quien afirme que quiere suicidarse. Hay otros, auténticos humanistas aunque no se autoproclamen como tales, que preferirán ayudar de verdad al que sufre en lugar de quitarlo de en medio.