Sandra Várez | 31 de enero de 2019
Que sí, que ya lo sé, que ante la telebasura está la democracia del mando, pero sigo sin entender cómo es posible que GH (Gran Hermano) y sus múltiples mutaciones sigan teniendo éxito año tras año. Un 20 por ciento de audiencia vio en toda España el momento en el que Kiko Rivera “Paquirrín” confesaba ante Jorge Javier Vázquez “algo que no había dicho nunca antes”: “En determinado momento de mi vida, y de ahí viene en parte mi depresión, tuve adicción a las drogas”, se sinceraba el hijo de Isabel Pantoja el pasado 16 de enero, ante las lágrimas de su mujer, Irene Rosales, con la que vive en la casa.
Y enumeraba el cóctel de sustancias que, dice, han sido la causa de su depresión y sus desdichas en los últimos años: hachís, marihuana, cocaína. “Las consumía a diario. Para mí ir a trabajar era pegarme una fiesta, no rendía, no daba lo que tenía que dar”.
Drogas y cerebro. Placer efímero, pero ¿a qué precio?
Ya está. En bandeja. La sublimación de la miseria de un personaje como Kiko Rivera, que siempre ha destacado por no hacer nada, vuelve a marcar un hito en la historia de la telebasura y llega hasta los 2.290.000 espectadores. ¿Pactado? No, niega categóricamente el presentador del espacio. “¿Tú crees que una productora va a emitir este bombazo a las 00.45 de la mañana? Lo hubiéramos puesto a las once de la noche”, se defiende. ¡Qué lástima! Los más madrugadores se lo perdieron… O no, porque en los días sucesivos la cadena ha explotado la confesión como si hubiera destapado el caso Watergate.
En cualquier caso, este recurso de confesar las adicciones no es nuevo en televisión. El también exconcursante de GH VIP Alonso Caparrós lo contó también ante Jorge Javier Vázquez en Sábado Deluxe en 2017. “Consumía la suficiente coca como para matar a siete caballos. Soñaba con montañas de cocaína y llegué a ver la muerte reflejada en el espejo”. Hoy, cuando le preguntan por la confesión de Kiko Rivera, comenta que “son temas muy delicados en los que no conviene tanta exposición pública”. Sobre todo “por la gente que está en esa misma situación y no tiene las ventajas que tenemos nosotros”.
Y no es poca. El último informe sobre drogas en España de 2017 cifra en un 17,1 por ciento el número de jóvenes españoles entre los 15 y los 34 años que consume cannabis habitualmente y en un 3 por ciento el que consume cocaína. Somos el cuarto país de la Unión Europea en consumo de este tipo de sustancias, que llevan al 35% de los que las frecuentan a necesitar tratamiento por adicción severa. Unas adicciones que, en muchos casos, se llevan por delante la salud, la estabilidad familiar y los afectos. Que acaban con empleos, ahorros y autoestima y condenan a un ostracismo difícil de superar.
No tiene mérito destapar las miserias de uno cuando estas cotizan al alza. Y, sobre todo, cuando sabes que el público no castiga la ausencia absoluta de escrúpulos o decencia. En el caso del Belén Esteban, sus confesiones de haber salido “perjudicada” a plató en más de una ocasión no han pillado nunca a nadie por sorpresa. Pero, aun así, contarlas en un libro la situaron por encima de Mario Vargas Llosa en cifras de ventas. Hasta 100 mil ejemplares vendidos en solo un mes. Y, ¿qué hay en el libro? Sinceridad pura y dura, hija mía, un abrirse en canal donde hay mucho vicio, mucha droga y mucho plató. El resultado, ya lo ven: año tras año, ahí sigue, haciendo muy rentable el espectáculo.
Por eso, la confesión de Kiko Rivera, aun siendo sincera, no aporta, no ayuda al común de los mortales. Porque, si contar sus miserias vitales a él le abre puertas (audiencia, portadas y la posibilidad de ganar un concurso por el que se lleva la friolera de 30 mil euros a la semana), al resto de los humanos se las cierra. Porque explotar las intimidades en estos espacios se factura con millones de euros, pero en la vida real hace falta más de un año de trabajo para obtener el sueldo equivalente a ese minuto de confesionario. Menos mal que, ante esperpento semejante, tenemos la democracia del mando.