Alejo Vidal-Quadras | 11 de febrero de 2019
El Partido Socialista Obrero Español está muy orgulloso de su existencia centenaria y en una etapa histórica de alta volatilidad política en la que las siglas aparecen y desaparecen con inusitada frecuencia en toda Europa. Esta longevidad es percibida y sentida por muchos militantes y votantes del PSOE como un activo que le presta valor añadido frente al resto del arco parlamentario.
En España, sin ir más lejos, de los dos protagonistas principales que tenían sólidamente establecido un duopolio imperfecto en la Carrera de San Jerónimo, hemos pasado casi en un abrir y cerrar de ojos a cuatro, que pronto serán cinco si los vaticinios de los sondeos se cumplen. Como es natural en organizaciones de trayectoria tan larga en el tiempo, los sucesivos avatares del devenir colectivo han hecho que los socialistas españoles hayan atravesado distintos períodos en los que sus fundamentos ideológicos y sus planteamientos estratégicos han ido experimentando cambios, algunos de ellos sustanciales.
El poder a cualquier precio . Analogías entre el PSOE actual y el de la Segunda República
Si se compara la fuerza fieramente marxista y reivindicativa de sus orígenes en la segunda mitad del siglo XIX con la dócilmente acomodada a la dictadura de Miguel Primo de Rivera, con la revolucionaria, violenta y agresivamente antimonárquica de la Segunda República o con la refinada socialdemocracia de corte europeísta de las mayorías absolutas del primer decenio tras la Transición, las diferencias estéticas, conceptuales y programáticas son llamativas. En cuanto al enfoque del problema de los particularismos, la distancia entre la firme adhesión al orden constitucional de Felipe González y la suicida complacencia con los nacionalistas de José Luis Rodríguez Zapatero ha sido abismal.
Este dilatado recorrido ha desembocado en el PSOE actual y en su singular líder, que ha introducido un componente hasta ahora inédito: la sustitución de un proyecto político y social por una aventura pura y estrictamente personal. Este fenómeno debe ser calibrado en toda su magnitud y significado para poder entenderlo y tomar las medidas adecuadas antes de que arrastre al país a la fragmentación, al descrédito y a la ruina.
Sin negar que en la política juegan un papel relevante las ambiciones individuales y que la vanidad, la codicia o el afán de poder de los gobernantes o de los jefes de partido pueden orientar los acontecimientos en una u otra dirección, lo que estamos viviendo desde hace un año en España es la exacerbación máxima de este fenómeno, un presidente del Gobierno que carece de cualquier asomo de convicciones o de objetivos, más allá de su ego de tamaño inconmensurable y que parece dispuesto a arrasar con todo lo que se le ponga por delante con tal de permanecer un mes, una semana, un día o una hora más en La Moncloa.
El nombramiento de un mediador o relator para que dé fe de unas negociaciones entre el Gobierno de la nación y la Generalitat presuntamente golpista, elevando así al peor enemigo interno de España al rango de interlocutor soberano, ha sido la gota que ha colmado el vaso y constituye un desatino de tales proporciones que agota nuestra capacidad de asombro. La circunstancia de que las riendas del Estado estén en semejantes manos, combinada con una ofensiva secesionista sin precedentes en los últimos cuarenta años y con la irrupción de un extremismo izquierdista obsesivamente destructivo, dibujan un cuadro extraordinariamente inquietante de cara al inmediato futuro.
Gracias a todos por estar hoy en la Plaza de Colón, hemos hecho historia. Gracias por vuestro apoyo y por tantas muestras de cariño. Esta gran movilización supone un punto de inflexión, estamos #UnidosPorEspaña. Elecciones ya, #YoVoy. pic.twitter.com/lFSFXyQMQa
— Pablo Casado Blanco (@pablocasado_) February 10, 2019
Este sentimiento de alarma y hartazgo ha sacado a la calle a medio millón de ciudadanos, que han abarrotado el pasado domingo 10 de febrero, en Madrid, la Plaza de Colón y las calles adyacentes. Este mar ondulante de banderas españolas ha puesto fin, de hecho, a la desnortada carrera de Pedro Sánchez al frente del Ejecutivo y ha anunciado un cambio drástico del panorama político, que se materializará sin duda en las próximas elecciones de mayo.
Algunos barones regionales socialistas han lanzado señales de alarma ante la deriva imparable de su secretario general, que los conduce al abismo, y también unas pocas voces desde los escaños del Congreso han avisado de que este camino terminará en un seguro fracaso. Alfonso Guerra, con motivo de la promoción de su último libro, en el que realiza un diagnóstico en gran medida correcto de la situación que padecemos, si bien huérfano de autocrítica, ha señalado que el presente PSOE no es “nuevo”, sino “otro PSOE”. O sea, que ya no es el PSOE.
Tiene razón el veterano, mordaz y otrora todopoderoso vicesecretario: su venerable partido ha desaparecido y se ha transformado en un bólido sobrecalentado pilotado por un insensato que nos puede matar en cada curva. Ha llegado el momento de que los cargos orgánicos y los diputados socialistas se deshagan de nuevo de Pedro Sánchez, pero esta vez rematando bien la faena. Si no quieren escuchar el clamor de la concentración de Colón por patriotismo, que lo hagan al menos por mero instinto de conservación.
Quim Torra ha ordenado descolgar los lazos amarillos de los edificios públicos. El presidente de la Generalitat dispara para seguir haciendo ruido y se esconde tras el humo. Sánchez no da la cara y es el Poder Judicial el que defiende el Estado de derecho.