Alfonso Bullón de Mendoza | 06 de febrero de 2017
Cuando hace ya más años de los que me gustaría estudiaba la carrera de Historia quedé muy impresionado por aquellos faraones egipcios que se dedicaban sistemáticamente a borrar las inscripciones de sus antecesores. En ocasiones lo hacían como venganza para tratar de hacer desaparecer su memoria, en otras para sustituir los nombres de los finados por el propio y atribuirse sus méritos. Fuera como fuese quienes actuaban de tal forma me parecieron siempre gentes poco recomendables, pues era evidente que tenían un manifiesto deseo de falsificar el pasado. Y a mí siempre me ha gustado la formulación clásica de Ranke, según la cual la historia debe mostrar las cosas “como realmente han sucedido”, frase que pone muy nerviosos a aquellos que piensan que la historia no es sino un instrumento al servicio del cambio político y social.
El Partido Popular cree, y así le va, que culturalmente debe ser progre. Es por ello que ganará elecciones cuando haya crisis económicas para perderlas cuando se haya salido de las mismas
Esta lamentable costumbre de los antiguos egipcios pareció tomar carta de naturaleza en España a partir de la ley que ha dado en conocerse como Ley de la Memoria Histórica, cuando bien podría llamarse todo lo contrario, ley de desmemoria histórica, por cuanto pretende acabar con buena parte de los vestigios del pasado. Uno de los aspectos más lamentables de dicha ley es el deseo de tratar de imponer desde el Gobierno y desde el presente la visión que debe tenerse de los hechos del pasado, algo habitual en los regímenes dictatoriales, pero no en los democráticos.
Tal y como señalara un numeroso e influyente grupo de historiadores franceses en diciembre de 2005 refiriéndose a los intentos de las autoridades de su país por mediatizar la Historia: “En un Estado libre, no corresponde ni al parlamento ni a la autoridad judicial establecer la verdad histórica. La política del Estado, incluso animada de las mejores intenciones, no es la política de la Historia.
Dado que el Partido Popular se opuso en su día a la promulgación de esta ley, hubiera sido lógico suponer que al llegar al poder la derogara, pero como en todo lo que a Cultura se refiere el complejo de Partido Popular es de tal magnitud que prefirió dejarla en vigor antes que reabrir el debate. A ello posiblemente no sea ajeno el hecho de que el Partido Popular cree, y así le va, que culturalmente debe ser progre. Muchos recordamos aún los grandes elogios en que se deshacía Aznar sobre Azaña al comienzo de su primer mandato.
Como decía Kaiser: “no hay que equivocarse: sin ideas de derecha ni hay ni política ni economía de derecha… Si se abandona la cultura al predominio de las ideas socialistas nadie puede quejarse después de que el país es cada vez menos libre… Si el pecado original de la izquierda en el mundo, como dijo Hayek, es la arrogancia, el de la derecha sin duda es la ignorancia. Sin la lucha por la imagen…el avance progresista es incontrarrestable y con él nuestro empobrecimiento y perdida de libertad.”
Decía Ranke que la historia debe mostrar las cosas “como realmente han sucedido”, frase que pone muy nerviosos a aquellos que piensan que la historia no es sino un instrumento al servicio del cambio político y social
En los cinco años que permanecí como coordinador del área de Historia de los cursos de verano de la Complutense tuve la suerte de frecuentar la compañía de Juan Sierra, que coordinaba las actividades culturales. Juan había sido delegado nacional de cultura a principios de los años setenta, por lo que un día decidí preguntarle si era cierta la afirmación de que Franco afirmaba que la cultura debía dejarse a la izquierda. Juan me contestó que eso era algo que no sólo pensaba Franco, sino también él.
O sea que al final, y por mucho que horrorice al PP, resulta que va a tener algo en común con el régimen de Franco: su desprecio por la cultura entendida en el sentido gramsciano del término. Es por ello que el PP ganará elecciones cuando haya crisis económicas, pero tan sólo para perderlas cuando se haya salido de las mismas, pues ha perdido de forma estrepitosa la batalla de las ideas que nunca se ha atrevido a dar, y, por más que lo desee, nunca podrá ser tan progre como Podemos.
Su vida política sirve para explicar el periodo que llevó a España desde la monarquía de Alfonso XIII hasta la Guerra Civil.