Raúl Mayoral | 12 de marzo de 2019
La expulsión de la religión de la vida pública y su reclusión en una reducida intimidad se presenta hoy como señal de modernidad. Pero semejante operación nos retrotrae a la Europa surgida de la Paz de Westfalia (1648). Entonces, el nuevo orden promovió el destierro de la creencia religiosa del espacio público por ser la fe causa de alteración de la convivencia, provocando intolerancia y odio, conflictos y guerras. Posteriormente, la Ilustración certificaría que el progreso y la prosperidad solo requieren de razón y ciencia, pudiendo los hombres vivir felizmente sin religión.
Indica el catedrático de Derecho eclesiástico del Estado Rafael Palomino, en su obra Neutralidad del Estado y espacio público, que actualmente se experimenta un retorno a la concepción westfaliana sobre la religión. En las sociedades democráticas emerge triunfante esa moderna tendencia a juzgar el hecho religioso como una manifestación íntima de la persona, con lo que se admite el valor relativo de todas las religiones facilitando su desalojo de la esfera pública.
¿Religión? ¡No, por favor, somos progresistas españoles!
El resultado son sociedades fuertemente secularizadas de corte, no ya aconfesional, sino netamente laicista, propicias a excluir del debate público las controversias morales de raíz religiosa. Se margina así a grupos sociales que comienzan a generar conciencia de minoría sin serlo numéricamente.
Aunque apenas perceptible, se está produciendo un proceso de guetización de sectores católicos que no pueden defender sus ideas y propuestas sin caer en la sospecha de oscurantismo o fundamentalismo, mientras que postulados de otros colectivos sí logran airearse y atravesar el umbral de la reflexión pública. Ante semejante escenario, ¿cómo debieran ser las formas de presencia e influencia de los católicos en la sociedad?
El libro La opción benedictina, de Rod Dreher, intensamente debatido en círculos cristianos, responde al anterior interrogante. La obra acierta en el diagnóstico, el mismo que formulara en la primera mitad del siglo pasado Reinhold Niebhur, teólogo y escritor norteamericano: “Si Dios, ese Dios combatido y expulsado de la sociedad, no vuelve, nos amenaza una destrucción parecida a la que experimentó el mundo romano a mediados del siglo V, que será la ruina de la prosperidad y de la cultura”.
Rod Dreher: “Es el fin de un mundo, y tenemos que estar preparados para no ser víctimas de este desastre”
La terapia que propone Dreher es la preparación para el fatal desenlace imitando el retiro reconstituyente de san Benito ante los espectaculares desórdenes morales, las grandes crisis materiales y los nuevos bárbaros que se avecinan. Pero, ¿existen más opciones que este repliegue? ¿Podrían los católicos intentar la renovación del mundo mediante su reconversión previa? ¿Somos capaces de mostrar el verdadero cristianismo, el renovador, el revolucionario, el del dinamismo transformador del amor, que es fundamento de las acciones del cristiano?
El verdadero católico es aquel que con amor fraterno y misericordioso alcanza a descubrir al prójimo que no se parece a él. Una de nuestras constantes debilidades es la inclinación a rebajar la fe al mismo nivel de la organización terrenal, arriesgándonos a vivir un catolicismo aprisionado en toda esa atmósfera de realidades demasiado humanas de la nación, las costumbres o las ideologías.
Bajo la capa de la fe, que es la que esencialmente acoge los intereses supremos de Dios, hay cosas humanas que nosotros tratamos de defender, junto a otras cosas auténticamente divinas, que, a veces, tratamos de atacar, por ejemplo, el prójimo. Procuremos que la fe impregne todas nuestras actividades y que nos ayude a asumir nuestras responsabilidades en este mundo (estar en el mundo sin ser del mundo).
Si esta fe cuenta verdaderamente para nosotros, debe, al mismo tiempo, estar dotada de una fuerza interior, de la que podamos obtener recursos específicamente católicos para ser capaces de comprender la paradoja cristiana de que para enriquecerse el hombre debe perder y para tener debe dar. Basamento del precepto paulino que prohíbe a quien se ha alistado en la milicia de Dios embarazarse con los negocios seculares.
La batalla de nuestra época se libra no solamente en el frente civil, también en el espiritual. Y los católicos no podremos ganarla sin estar profundamente arraigados en Cristo y fuertemente unidos en la fe. Dando verdadero testimonio del Salvador puede ser posible despertar a un mundo que nada quiere con Dios, pero que en el fondo posee valores cristianos, y demostrarle que su felicidad consiste precisamente en cultivar esos valores.
A pesar del retorno a Westfalia, hay derramada por esta cultura moderna una tenue, aunque vehemente noticia de Dios. Y esa cultura, que en su espantosa soledad alcanza a percibir su propia crisis, está llamando desesperadamente a las puertas de la religiosidad. Quizás nuestra opción sea abrírselas.