David Sarias | 19 de marzo de 2019
Desde que Donald Trump ascendiera a la Casa Blanca, la relación bilateral entre Estados Unidos y Corea del Norte ha seguido unos derroteros más próximos al guion de la célebre Cuando Harry Encontró a Sally que a las máximas de la diplomacia tradicional.
Desde unos inicios tormentosos con intercambio de lindezas, como “enano de los cohetes” y “viejo chocho”, hasta que Trump abandonó las negociaciones en Hanói hace unas semanas levantándose de la mesa -literalmente, la imagen de la sala de banquetes preparada y vacía es impagable- pasando por el intercambio de “cartas maravillosas” -en el que, según Trump, “nos hemos enamorado”- que mediaron entre la cumbre bilateral de Singapur del pasado junio hasta el reciente fiasco de Hanói la diplomacia de los Estados Unidos se ha anclado en la relación personal entre ambos líderes y la fe de Trump en sus propias habilidades negociadoras.
Así las cosas, en estas últimas semanas a Donald y a Kim les ha pasado como a Harry y a Sally en las fases de desencuentro. Los norcoreanos han respondido al desplante de Trump en Vietnam reactivando la actividad en la estación de lanzamiento de cohetes de Sohae y el centro de producción de misiles de Sanum Dong; Trump ha observado que de confirmarse la evolución “se decepcionaría mucho”. No es descartable que el asunto evolucione de vuelta a la diplomacia del insulto.
Lógicamente, diplomáticos y expertos en relaciones internacionales asisten al espectáculo desde la desorientación estupefacta. Es difícil predecir las consecuencias de un fenómeno que responde, en el caso de Trump, a una lógica enteramente posmoderna basada en la espectacularización de lo emocional, aderezada además con delirios de grandeza, cuando uno recurre a los mecanismos de análisis aplicados convencionalmente a las relaciones internacionales y que se basan en el análisis de actores racionales. Y, sin embargo, la terca realidad y que tanto los norcoreanos como el resto de actores implicados sí operen según criterios de racionalidad convencionales facilita considerablemente la tarea de evaluar las consecuencias de la confusa situación en el Asia oriental. Y el resultado es algo parecido a la nada.
El Gobierno de Vietnam continúa tratando de reenganchar a lo norteamericano en un proyecto asimilable al fallido Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica, a fin de contrarrestar el creciente peso regional de su adversaria secular, China. Esta ha mantenido cierta distancia, esperando mantener un statu quo en el caso de Corea del Norte consiste en mantener a un vecino incómodo y propenso a los arrebatos peligrosos, pero preferible a las alternativas probables de una Corea del Norte convertida en Estado fallido con veinticinco millones de habitantes y presencia de armamento nuclear o una Corea del Norte a la imagen de Vietnam, a saber, más amigable hacia los norteamericanos y potencialmente hostil.
Corea del Norte: el eterno desafío . El régimen de Pyongyang desearía un conflicto mundial
En Corea del Sur y Japón, donde domina el hastío frente a los espavientos y ocasionales actos de agresión -inclusive lanzamiento de misiles- de Corea del Norte, las negociaciones ofrecen cierto alivio, si no fuera porque aún les atemoriza más que un acercamiento entre Pyongyang y Washington se traduzca en una retirada de la presencia militar norteamericana en Corea -que todo el mundo interpreta como una salvaguarda frente a los chinos-.
No parece que ni unos ni otros tengan demasiados motivos para la alarma. En última instancia, el Gobierno de Kim Jong-Un se ha limitado a revertir a su estrategia tradicional. A juzgar por las explicaciones post-cumbre de Trump, tampoco parece que jamás hubieran contemplado grandes concesiones, mucho menos un desvío significativo de una política que también satisface a unas fuerzas armadas que Kim necesita para mantenerse en el poder. Los norcoreanos han observado reiteradamente que, en vista del destino de otros regímenes que carecían o renunciaban al armamento nuclear (notablemente Iraq y Libia), no tenían la menor intención de desprenderse del arsenal que ya han acumulado.
En cuanto a Trump, en el fondo su principal motivación ha sido la de demoler el legado de Barack Obama -y en este caso, además, presentarse como el hombre que triunfó donde aquel fracasó-. Por eso Trump ha negociado hasta el enamoramiento con un régimen positivamente maligno, dotado de armamento nuclear y más que propenso a violar todos los acuerdos de control firmados con todos sus predecesores desde la época de Bill Clinton, al mismo tiempo que sabotea el acuerdo de control nuclear con Irán -un régimen igualmente deplorable pero que no parece haber violado los acuerdos en vigor-.
Pero, al final, Trump se ha estrellado con la terquedad de los norcoreanos y con los límites que las sociedades libres imponen sobre sus líderes, desde su círculo de asesores, compuesto por halcones como John Bolton y Mike Pompeo, nada inclinados a las concesiones, hasta una prensa que, como reconoció el propio Trump, habría demolido su imagen pública como ya hizo en Helsinki ante Vladimir Putin y en Singapur ante el propio Kim Jong Un.
Y es que, en la realidad, a diferencia de en Hollywood, los romances de comedia con final feliz no existen.
Quim Torra ha ordenado descolgar los lazos amarillos de los edificios públicos. El presidente de la Generalitat dispara para seguir haciendo ruido y se esconde tras el humo. Sánchez no da la cara y es el Poder Judicial el que defiende el Estado de derecho.