Elio Gallego | 27 de enero de 2017
Una persona allegada me contaba hace poco la dificultad que encontraba para que sus hijos, en su etapa universitaria, asumieran las responsabilidades propias de su edad y actuasen con madurez. Mi respuesta fue que no les presionase en exceso, pues en mi experiencia docente no menos de 2 ó 3 alumnos por curso caen en estados de depresión o ansiedad.
Y por qué sucede eso, me preguntó. Porque a primera vista son jóvenes físicamente sanos y fuertes. Cierto, le contesté, pero existe en ellos una debilidad invisible, una fragilidad interior que escapa a nuestra percepción más inmediata, lo que favorece además su incomprensión por nuestra parte.
Sucede, en efecto, que si miramos lo que hemos convenido en denominar «sociedad», lo que aparece ante nuestros ojos es un conjunto de individuos más o menos próximos en el espacio. Los lazos que existen entre ellos no se ven, son invisibles a nuestra mirada.
Todas las ciencias señalan que la fortaleza y salud de los individuos está en función de la fortaleza y salud de sus vínculos sociales
Lo más que podemos hacer es inferirlos a partir del comportamiento que estos individuos tienen unos respecto de otros y ante la vida en general. Si se manifiestan con afecto o cordialidad, o, por el contrario, con indiferencia o enemistad, podremos deducir que existen determinados vínculos o que no existen en absoluto.
La naturaleza de los vínculos, como es obvio, varía casi hasta el infinito respecto de su naturaleza e intensidad. De amor u odio, de vecindad o familia, los grados oscilan desde la mera coexistencia hasta la más fuerte de las convivencias.
Pues bien, todas las ciencias del hombre, desde la Psicología a la Antropología, pasando por la Sociología, coinciden en señalar que la fortaleza y salud de los individuos está en función de la fortaleza y salud de sus vínculos sociales, de modo que lo esencial es lo invisible, como ya advirtiera poéticamente Antoine de Saint-Exupery.
La reproducción de individuos de una misma especie es una cuestión biológica. Pero la generación de vínculos entre los generadores y generados cuando se trata de la especie humana, ya no es una cuestión biológica, sino social, o, si se prefiere, cultural o institucional.
Se pueden engendrar hijos desvinculadamente, por ejemplo, mediante un Progenitor A, un Progenitor B y un generado C. Pero no es así como ha actuado la especie humana, sino que ésta ha intentado siempre, al menos desde que tenemos noticia de las primeras formas sociales, engendrar hijos que, junto a su concepción biológica, vinieran a este mundo investidos por una trama de vínculos paterno-filiales lo más fuerte posible.
Y por eso, el matrimonio y el nacimiento han tenido una dimensión sagrada en todas las culturas. Cuando sucede de este modo, a esa trama de vínculos se le llama familia. La familia se configura, en acertada observación de Fabrice Hadjadj, como una articulación entre los sexos –hombre y mujer- y entre las generaciones -ascendencia y descendencia.
Una dupla de articulaciones que a su vez se constituye en matriz de toda vinculación, pues es de ella de la que nacen hombres y mujeres arraigados en el tiempo y en espacio. ¿Hay mucha diferencia entre los concebidos desde y por vínculos poderosos respecto a aquellos que no lo son? Respondan a esta pregunta las ciencias humanas y sociales.
Pero ahora llega la paradoja. Si esto resulta tan obvio, si sobre esta cuestión no hay debate alguno, de modo que nadie niega hoy que la bondad de la vida psíquica y social de los individuos depende de la existencia de vínculos sanos y robustos, hasta tal punto que roza la evidencia, ¿por qué no se favorece social y políticamente la institución matricial generadora de vínculos por excelencia, como es la familia?
Sin entrar ahora en ningún esbozo de respuesta, lo que es obvio es que, desgraciadamente, la historia de Occidente de los últimos siglos ha sido la historia de un proceso de desvertebración de los vínculos propios de la institución familiar.
La principal causa de suicidio en la sociedad moderna occidental es la anomía, entendida como un contexto de desintegración social y pérdida de sentido que inducía a niveles patológicos de suicidio
Un jurista pagano llamado Modestino, allá por el siglo III de nuestra era en Roma, dejó escrito que el matrimonio era «un consorcio de hombre y mujer para toda la vida, comunicación de derecho humano y derecho divino».
Partiendo de esta definición es fácil observar cómo se comenzó por desvincular primero el derecho humano del divino, mediante la introducción del matrimonio civil.
Concomitantemente a esto, se procedió a desvincular el matrimonio de su nota de «toda la vida» con la introducción del divorcio, para terminar, finalmente, desvinculándolo de la diversidad sexual hombre-mujer. ¿Extraña entonces que tras este proceso de desarticulaciones en el seno mismo del matrimonio se haya procedido a una desvinculación entre procreación y paternidad?
A fines del siglo XIX, Emile Durkheim publicó una obra que pronto alcanzó una gran celebridad y se hizo clásica en el ámbito de las ciencias sociales titulada El suicidio. En ella, el autor propuso una tesis audaz: la principal causa de suicidio en las modernas sociedades occidentales es la anomía.
Durkheim entendía por anomía un contexto de desintegración social y pérdida de sentido que inducía, de un modo regular y necesario, a niveles patológicos de suicidio. Más de cien años después, nuestra evolución social lejos de refutar sus tesis no ha hecho sino confirmarla.
¿Querrá alguien, en algún momento mirar de frente dónde se halla la raíz de nuestros males, comenzando por nuestra clase dirigente? No es probable que esto ocurra, no al menos a corto plazo. Hay demasiados intereses y manipulación ideológica en juego. Pero, parafraseando a Hölderlin, podríamos decir que de donde nace la anomía nace también lo que salva.