Ricardo Morales | 04 de febrero de 2018
Esta es la perogrullada hecha pregunta más extendida entre aquellos que hemos visto mil veces el “corre, plátano” de Ralph Begun. Camino de su 30ª temporada, Los Simpson puede presumir de ser el producto televisivo más longevo y exitoso de la historia. ¿Cómo se hace perdurar una ficción pretendidamente envuelta de un halo banal y despreocupado? Muy sencillo. Haciéndola imprescindible en su sencillez y en su mensaje.
A estas alturas del milenio, nadie duda del poder persuasivo y formativo de la ficción audiovisual, de la capacidad que tiene de componernos ideas preconcebidas que, una vez que son contrastadas con la realidad, salvando las pertinentes distancias, dispone de ciertos elementos comunes de una verosimilitud asombrosa. ¿Cuánta gente se ha compuesto una idea de lo que es un juicio, una cárcel o una vida de lujo a todo trapo a través de la pequeña y gran pantalla sin ir mal encaminada respecto a lo que realmente es (Mindhunters, por ejemplo)? ¿Cómo podríamos empatizar con un personaje encerrado en una terrible distopía si no es a través de una buena narración (3%, por proponer otra serie)?
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A pesar de las goriladas de Homer, probablemente Los Simpson sea el prototipo de familia convencional que, encerrada en una disparatada y eterna cotidianidad, concluye su día a día poniendo en juego la caridad, el perdón, la paciencia, la sabiduría y, en última instancia, como consecuencia de toda esta amalgama virtuosa, el amor. Cuando a finales de los ochenta Matt Groening planteó esta serie, buscaba, ante todo, reflejar dentro de la clase media estadounidense el mayor número de familias y situaciones posibles, haciendo que estas, además de desternillarse después de cada gag, pudieran dejar a sus hijos delante del televisor porque se traslucía cierta pedagogía valiosa en cada capítulo.
Tras el éxito nacional de las primeras temporadas y habiendo vencido la barrera del puritanismo con la que en un principio fue acogida por no pocos ámbitos de la vida social estadounidense, el equipo de Groening vio que había dado con algo elemental que, salvando la cerveza Duff, la crema de cacahuete y el bus amarillo que recoge a los niños para ir al colegio, entroncaba con una forma de pensar la familia que hacía de la serie un producto exportable a todo el mundo.
Es por ello que, a lo largo de estas treinta temporadas, la premisa universal de Los Simpson no ha cambiado en ni un solo capítulo: Homer y Marge, a pesar de todos los líos en los que se embarcaban y responsabilizaban mutuamente, siguen unidos y reconciliados después de cada bronca. Lisa, a pesar de su pedantería positivista y su desarraigo espiritual, tiene fe en sus padres y la buena intención de estos para con su educación. Bart, a pesar de sus trastadas, encuentra en su madre alguien a quien acudir cuando las cosas se ponen realmente feas. Y en su eterno y condenado presente, “el tiempo del tiempo”, que diría Dominque Moïsi, evolucionan y cierran cada capítulo con una posibilidad de perdón y confianza compartida.
El filósofo y educador Gregorio Luri, en el prólogo de Mejor educados, enumera algunos puntos que pueden permitirnos superar a Los Simpson, siendo estos para el autor referencia, pues a pesar de que tienen “infinidad de defectos, saben olvidar (que es la condición imprescindible para estar en condiciones de recomenzar) y, sobre todo, son capaces de mantener su fidelidad a la palabra dada. Aunque en momentos puntuales puedan hacerse los olvidadizos, a la hora de la verdad saben que son una familia y que son afortunados por ello”.
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La obra está dedicada “a las familias convencidas de que cuantas más cosas cambian, más imprescindible es el sentido común”. ¿Y qué mejor ejemplo que Los Simpsons, donde cada día, por la lógica de su situación cómica, ocurre un nuevo disparate que solo es salvado con un aplastante sentido común, antagonista del absurdo en el que viven inmersos sus personajes?
Las situaciones, siempre distintas. La premisa, siempre la misma. ¿El tronco? Un ideal de familia a prueba de desastres nucleares, flirteos con compañeros de trabajo, pasos por la NASA y por prisión, borracheras interminables, abducciones estúpidas de una (o varias) sectas donde en alguna se veneran a las judías por parecerse al “Líder”.
El objetivo de la obra de Luri no es reinvindicar “a Los Simpson como modelo familiar, sino poner en valor la sabiduría práctica de las familias normales”. Quizás sea por eso, por la normalidad con la que se acoge el asombro de la vida, por la que podremos estar hasta el último de los días sintiendo cierto gusto al ver que en la televisión o por internet siguen pululando las historias de la familia amarilla de Springfield, donde en la cotidianeidad de un mundo siempre en conflicto, la comunidad más pequeña es un valor insustituible.