Ana Samboal | 01 de abril de 2017
Mal que nos pese –y lo hace a veces–, se ha convertido en un elemento imprescindible en nuestras vidas. Hemos establecido con él una historia de amor o de necesidad o de enfermiza dependencia –vaya usted a saber, que de todo hay–, a la que ya no podemos renunciar.
Es una relación que se estrechará inevitablemente a medida que pase el tiempo. A menos que, voluntariamente, decidamos excluirnos del futuro, si es que podemos. Y, aunque parece ha estado siempre ahí, apenas lleva diez años nuestro lado.
Hace solo una década, un solo hombre, Steve Jobs, presentó al mundo su nuevo invento: el smartphone. En manos de aquel tipo rarito, vestido siempre de negro y con fama de visionario, con todo lo bueno y lo malo que eso conlleva, parecía solo un teléfono móvil algo más moderno, con más prestaciones.
En definitiva, un paso más en la evolución. Y, en cierto modo, así era. Pero, si echamos la vista atrás, fue un paso de gigante que revolucionó nuestras vidas. Nuestro smartphone nos permite consultar el correo electrónico, navegar por internet y resolver, en cuestión de minutos, dudas o preguntas que antes de su aparición requerían de mucho más tiempo.
Ha ocurrido tan rápido que apenas nos hemos dado cuenta, pero su aparición ha revolucionado muchos otros sectores de la economía tradicional. Como la banca, sin ir más lejos. A gran parte de la población le sobran ya las sucursales, realiza trámites financieros en cuestión de minutos y puede comparar y elegir las ofertas de varias marcas.
Ha obligado a los banqueros a reconducir su negocio, a buscar otras formas de satisfacer las demandas de un cliente más exigente, porque dispone de más información, y a adaptarse a velocidad de vértigo a una despiadada competencia porque la fidelidad, ese contrato para toda la vida que firmaban nuestros padres, se acabó.
Nuestro smartphone ya nos permite programar a distancia la temperatura de nuestra casa o subir y cerrar las persianas
Nuestro nuevo teléfono, un pequeño ordenador de bolsillo, revolucionará también la relación que mantenemos con las compañías energéticas. Acabaremos convertidos en un operador más del mercado que compra y vende energía pulsando la pantalla.
Y con muchos otros sectores ocurrirá lo mismo, que se lo digan a los editores de la prensa. Visto desde la distancia, el individuo, el consumidor, ha ganado peso en su relación con la gran multinacional prestataria de servicios. ¿Por qué entonces nos da miedo?
En los medios de comunicación y redes sociales se suceden los análisis y comentarios sobre la debacle que representará la nueva etapa que se avecina, que realmente ya está aquí: el internet de las cosas. Nuestro smartphone ya nos permite programar a distancia la temperatura de nuestra casa o subir y cerrar las persianas.
Después de todo esto, ¿vendrán esos seres electrónicos que se encargarán de todas las tareas rutinarias y monótonas de las que nos quejamos cada día?
En breve, la propia nevera, convenientemente programada, detectará los alimentos que faltan y ella misma enviará el pedido al supermercado. Desde el salón, podremos activar la impresora de comida de la cocina o seleccionar en el ropero el traje que nos pondremos mañana.
Y, después, vendrán los robots, esos seres electrónicos que se encargarán de todas las tareas rutinarias y monótonas de las que nos quejamos amargamente cada día. Y que acabarán con miles, millones de puestos de trabajo.
Ese es el miedo. ¿Miedo a qué? ¿A perder el empleo repetitivo y aburrido del que nos quejamos cada mañana? Más bien, a perder nuestra fuente de ingresos, nuestro salario, nuestra forma de vida, en definitiva. Seguro que los operarios de las fábricas de coches sintieron lo mismo cuando Ford diseñó la cadena de montaje. Es lógico. Es humano.
Puede ser que deje de haber empleos en los supermercados, pero se crearán nuevos puestos de trabajo para los que sepan diseñar robots o novedosos programas informáticos
Queramos o no, nos va a ocurrir lo mismo que a los bancos o a las eléctricas: tendremos que reinventarnos. También para nosotros, para los individuos, para los profesionales, acabó el modelo tradicional: el de recibir una educación en nuestros primeros años para desarrollar a partir de ahí una vida laboral larga y fructífera.
La formación continua ya no es un deseo que se imponen los que quieren llegar más lejos, se ha convertido en una perentoria necesidad. Quizá nos veamos obligados a entrar y salir periódicamente del mercado laboral para adquirir nuevos conocimientos. ¿Qué problema hay? Ya no habrá empleos en los supermercados, pero sí los habrá para los que sepan diseñar robots o novedosos programas informáticos.
La nueva era aparca el trabajo manual para exigir a nuestro intelecto. ¿Cabe mayor y más fascinante reto? Si tomamos como modelo a Steve Jobs, y no es un mal modelo, solo tenemos que quitarnos los miedos y atrevernos a soñar.
Decisiones como la subida del salario mínimo interprofesional o el fin del diésel han provocado un incremento de costes laborales, superior al 20%, que acaban pagando los más débiles.