Hilda García | 22 de noviembre de 2018
Ha cruzado el charco y ha aterrizado en España para quedarse. Un tsunami de ofertas nos inunda. Es el Black Friday, el pistoletazo de salida de las compras navideñas. Esta moda anglosajona, otra más de tantas, no es nada nuevo, tan solo la versión 3.0 de las rebajas. Lejos han quedado las largas colas a las puertas de los grandes almacenes. Los años en los que una inmensa marea de cazadores de gangas se abría paso a codazos, todos querían ser el primero. Esta euforia es ahora individual, comprador y dispositivo frente a frente. La lucha es contra el servidor, que se satura cuando trabaja bajo presión.
El Black Friday es una oportunidad que puede beneficiar a todos: los comercios transforman en negro sus números rojos. Los compradores adquieren a un menor coste los productos que esperaban como agua de mayo. Pero el Viernes Negro requiere sensatez por ambas partes: que el vendedor no suba el precio de manera ficticia ni “coloque” mercancía defectuosa. Que el usuario compre con cabeza los bienes que de verdad necesita.
Si esta tendencia solo sirve para aumentar los grados de la fiebre compradora, algo hacemos mal. El hombre pasa de ser consumidor a ser objeto consumido. Es la cosificación de la persona contra la que advertía Zygmunt Bauman. La sociedad de consumo es la única en la historia humana que promete la felicidad en la vida terrenal, un bienestar instantáneo y perpetuo. Esperemos que el color negro del Black Friday sea solo en sentido figurado. Ya se sabe: el agua de mayo en el mes de noviembre puede convertirse en gota fría.