Javier Arjona | 04 de mayo de 2019
La trayectoria de un político fundamental en la historia del siglo XX español.
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Habían transcurrido casi sesenta años después del final de la Primera República, cuando el 14 de abril de 1931 se abría paso en España una reedición actualizada de aquel modelo fallido. El rey Alfonso XIII partía desde Cartagena hacia el exilio francés, mientras el Comité Revolucionario gestado en el Pacto de San Sebastián se transformaba en el nuevo Gobierno Provisional encabezado por Niceto Alcalá-Zamora.
Tras la convocatoria de elecciones a Cortes Constituyentes, en las que la Conjunción Republicano-Socialista obtuvo una amplia victoria, una comisión parlamentaria presidida por Luis Jiménez de Asúa comenzó a elaborar una moderna Carta Magna, excluyendo del debate a una debilitada derecha católica y monárquica.
Todos los conventos de Madrid no valen la vida de un republicanoManuel Azaña
Pronto aparecieron los primeros signos anticlericales, que habrían de convertirse en una constante del nuevo periodo republicano. Ante la pastoral del cardenal Pedro Segura en la festividad del 1 de Mayo, impulsando un frente católico, hubo una desmesurada respuesta popular con la quema de conventos e iglesias en Madrid, Andalucía y buena parte de Levante. A esta agitación social se sumó la inacción de un Gobierno en el que comenzaba a despuntar Manuel Azaña, ministro de la Guerra, que pronunció entonces aquella triste frase de «todos los conventos de Madrid no valen la vida de un republicano».
El propio presidente provisional del Gobierno, Niceto Alcalá-Zamora, dimitía en julio de aquel mismo año ante el cariz que tomaba la redacción del artículo 26 de la nueva Constitución, en la que se establecía la separación entre Iglesia y Estado y se impulsaban medidas progresistas como la libertad de culto, el matrimonio civil, el divorcio o la secularización de los cementerios. Azaña tomaba entonces el relevo de aquel Ejecutivo para sacar adelante un texto sin contar con el apoyo de la España católica. Como dijo en su momento el historiador Javier Tusell: «La Segunda República fue una democracia poco democrática». Finalmente, la Constitución fue aprobada el 9 de diciembre de 1931, sin someterse a referéndum popular.
Manuel Azaña había nacido en Alcalá de Henares en 1880 y, tras cursar estudios de Derecho en El Escorial, se trasladó a Madrid para hacer el doctorado en la Universidad Central, la que años más tarde se convertiría en la actual Universidad Complutense. Curiosamente, en esta etapa coincidió como joven pasante en el despacho de abogados de Luis Díaz Cobeña con Alcalá-Zamora, que describe a Azaña en los siguientes términos: «En los últimos tiempos de mi frecuentación, que eran por el año 1900 y algo de 1901, empezó a concurrir otro pasante, que hablaba muy poco, sonriendo de cuando en cuando tras sus cristales recios de miope, con una expresión que intentaba ser amable y no era grata».
Aunque ambos personajes nunca fueron amigos, sí se profesaron respeto y admiración mutua a pesar de sus importantes divergencias ideológicas. Durante el Bienio Reformista iniciado tras la promulgación de la Constitución de 1931, el primero se convirtió en presidente de la República y el segundo en presidente de un Gobierno que se marcó, como hoja de ruta, llevar a cabo profundos cambios en materia laboral, agraria, educativa y en la propia definición del Estado, donde los nacionalistas catalanes y vascos lograron poner en marcha sus respectivos proyectos de autonomía.
Intelectuales de la talla de Unamuno y Ortega se mostraron entonces muy críticos en el debate parlamentario con el Estatuto de Nuria, aprobado en Cataluña y que finalmente hubo de ser recortado por las Cortes en Madrid.
La Segunda República fue una democracia poco democráticaJavier Tusell
Durante el Gobierno de Azaña, la política laboral impulsada por el ministro Francisco Largo Caballero y la reforma agraria que llevó a cabo Marcelino Domingo fue contestada por la patronal y por la propia CNT, que promovió importantes huelgas e insurrecciones en Andalucía y Cataluña. La agitación social fue creciendo con constantes levantamientos anarquistas en el campo y llegó a su punto culminante con los sucesos de Casas Viejas (Benalup), donde la fuerte represión policial acabó siendo el detonante de la caída del presidente del Gobierno.
Las nuevas elecciones generales de 1933 auparon al Ejecutivo al veterano Alejandro Lerroux, líder del Partido Radical, a pesar de la victoria en los comicios de la emergente CEDA de José María Gil-Robles. Durante los dos años de Bienio Radical-Cedista, el nuevo Gobierno trabajó activamente en rectificar las reformas de Azaña, mientras se vivieron dramáticos episodios como la Revolución de Octubre de 1934, preámbulo de una Guerra Civil que ya se atisbaba en el horizonte. El PSOE de Largo Caballero había optado por la vía insurreccional tras haber perdido las elecciones, y en aquellos terribles días hubo cerca de 1.500 muertos y 30.000 detenidos en toda España, sobre todo en la zona minera asturiana.
En la etapa final de la República, los escándalos de corrupción política del Gobierno Lerroux condujeron a unas nuevas elecciones generales en febrero de 1936 que tuvieron como vencedor a una coalición de izquierdas conocida como Frente Popular y liderada por un Manuel Azaña que resurgía de sus cenizas. Alcalá-Zamora fue entonces destituido como presidente de la República y el político alcalaíno ocupó la jefatura del Estado hasta el levantamiento militar del 18 de julio, aunque de facto siguió como presidente en el exilio hasta febrero de 1939.
El objetivo del Pacto de San Sebastián era poner fin al reinado de Alfonso XIII y dar paso a la república.
Tras el turnismo, derecha e izquierda se extremaron y se evidenció la imagen de las dos Españas.