Roberto Gelado | 15 de mayo de 2019
Hijos que maduran sin referentes y padres que vuelven a la niñez.
Que (casi) nadie sabe angustiar como un británico lo saben bien los cronistas políticos contemporáneos y también cualquier espectador medianamente informado. Baste ver esa esa interpretación deshumanizante de la tecnología con la que Charlie Brooker nos lleva años desgastando -y, en sus mejores días, casi arrancando– las uñas para constatar lo que también atestiguan los libros de Historia: nadie como la Pérfida para hacérnoslas pasar canutas. A diferencia del Brexit, eso sí, a la angustia que desde allí se exporta en forma de ficción sí parece tener utilidad.
La reflexiva, para empezar: Brooker nos ha enseñado, por ejemplo, a mirar con recelo lo que nos hace aparentemente la vida más fácil. Si uno tiene cintura suficiente para esquivar la paranoia, quizá concluya que los duros tecnológicos tienen su aquel, por más que nos los quieran vender a cuatro pesetas. Aunque a algunos les pueda sonar a herejía audiovisual, podría emparentarse, siquiera por mor de este linaje argumental, a Doctor Foster con la distopía miniseriada de Brooker.
Y ojo, no es solo la nacionalidad compartida: la serie diseñada por Mike Bartlett para la BBC –universalizada, como no, por Netflix– se presenta como un simple drama relacional, el de un matrimonio en aprietos; pero pronto se revela como un vademécum de afecciones contemporáneas, con la inmadurez parental como eje vertebrador de casi todas ellas. A ser padres no se enseña, pero es que además a Bartlett le ha tocado vivir un tiempo en el que quienes lo son no siempre parecen querer aprender tampoco. Por eso los eleva poco a poco, casi sin que nos demos cuento, a una picota que ridiculiza y que también advierte: cuando nos dejamos a merced de las pulsiones ególatras, nada, ni lo que aparentemente más queremos, está a salvo de las salpicaduras. Y estas son, a veces, irreversibles.
Bartlett consigue hilar tan complejo argumento con una paciencia de orfebre. A lo largo de sus dos temporadas tan pronto pedirá al espectador alinearse con la doctora y reclamar, como ella, venganza contra el marido adúltero, como le mostrará el relato desde el punto de vista del marido para presentarle, en ocasiones, como víctima. Al fondo de la confrontación, e intencionalmente retirado al inicio en un segundo plano argumental, un crío convertido en arma arrojadiza.
En el magistral crescendo protagónico del chaval radica, de hecho, el gran mérito de Bartlett, que sin hacer demasiado ruido va reclamando una importancia que el espectador, encelado en las disputas de adultos que verdaderamente no lo son, se ha olvidado de asignarle.
El relato es suficientemente corto como para que la angustia no sea insufrible, o no detenga el visionado, al menos; pero lo bastante detallado como para caer en la trampa de una evolución argumental que, como le sucede a las píldoras de Brooker, invitan a pensar.
Desde la óptica adulta, la traumática situación del divorcio nos traslada inmediatamente al enfrentamiento entre padre y madre; y, aunque Bartlett favorece al comienzo de la serie a este despiste porque argumentalmente incrementa el impacto de la historia que verdaderamente quiere contar, la verdadera voz que grita en esa historia es la del hijo que no entiende el egoísmo de su padre ni el escaso autocontrol de su madre. El relato se enriquece desde su punto de vista porque nos transporta a la verdadera zozobra, la que es incapaz de encontrar su culpa; la de un pequeño en proceso de maduración al que de pronto le quitan sus referentes de madurez.
De ahí a la reflexión final sobre ese mal endémico de nuestro tiempo que es la falta de madurez y la alergia a las responsabilidades va solo un trecho, y es tan corto que hasta el espectador más renuente sabrá recorrerlo. No hay tampoco concesión final, ni alivio, ni luz al final del túnel, porque la expiación a esta soberbia contemporánea que solo entiende de compromisos de sí pero no parece aún lejana.