Jaime Vilarroig | 13 de junio de 2019
El caso de Noa Pothoven devuelve el foco al debate sobre el suicidio asistido en Holanda.
La trágica muerte de la joven de 17 años, Noa Pothoven, ha vuelto a poner sobre el tapete el problema de la eutanasia y el suicidio asistido en Holanda. Tras una infancia de abusos sexuales repetidos, depresión y anorexia, esta joven holandesa decidió poner fin a su vida dejando de comer. Al tratarse de una muerte causada por inanición, supuestamente, algunos dicen que no sería un caso de eutanasia (acción u omisión destinada a poner fin a la vida de un tercero para que deje de sufrir), ni siquiera sería suicido asistido (poner al alcance de quien quiera acabar con su vida los medios necesarios para hacerlo, cuando éste no puede hacerlo por sí mismo), sino que se parecería más a un caso de huelga de hambre (dejar de comer para llamar la atención sobre alguna reivindicación). Pero Noa no quería reivindicar nada: solo quería morirse.
No es casual que esto haya pasado en Holanda. La eutanasia y el suicidio asistido allí fueron despenalizados progresivamente desde 1994, pasando a ser derecho que podías exigir a partir del año 2002. En Holanda puedes pedir que te maten (vamos a llamar las cosas por su nombre) en caso de enfermedad irreversible o terminales si los padecimientos son insoportables; también puedes pedir que te maten en casos de enfermedad mental, si el sufrimiento es insoportable.
Para aplicarla se pide el informe de otro médico, y de dos si los sufrimientos insoportables por los que quieres que te maten son de tipo psicológico. Además, de los 12 a los 16 años puedes solicitar la eutanasia o el suicidio asistido en Holanda si tus padres están de acuerdo con ello; y a partir de los 16 y 17 ya eres plenamente autónomo para tomar la soberana decisión de acabar con tu vida.
Dar la muerte a alguien en esos casos es aceptar la visión del enfermo que se ve a sí mismo en un callejón sin salida; es confirmarle que, efectivamente, su vida no vale la pena
Parece que a Noa Pothoven, precisamente, se le había denegado la solicitud de eutanasia. Los médicos holandeses pensaban, esta vez con buen criterio, que era demasiado joven y que el dolor de sus heridas quizá remitieran con el tiempo. En tiempo de turbación no hacer mudanza, que diría la lúcida santa Teresa. Pero la joven, con consentimiento de sus padres y supervisión de algunos médicos, puso fin a su vida dejando de comer. Y la ley prohíbe alimentar por la fuerza a quien no quiere comer.
Entonces ¿tiene esto que ver o no con que el suicidio asistido en Holanda sea legal? Evidentemente. Una vez se ha perdido el norte moral, una vez se han licuado las fronteras de lo debido y lo indebido, es difícil no ponerse a sacar consecuencias. Si a un anciano que sufre le matan porque dice que no quiere vivir, ¿por qué se me va a negar a mí el mismo derecho si también sufro mucho? ¿quiénes son los médicos (se piensa con toda la razón) para juzgar el grado de sufrimiento interno de una persona? Si la eutanasia está prohibida nadie tiene que erigirse en juez de los sufrimientos de nadie; pero si está permitida entonces los médicos juzgan si mis sufrimientos son más o menos intensos que los tuyos. Así que la petición de café para todos se hace más que razonable (Szasz, Libertad Fatal, Paidós, 2002).
Volvamos a los clásicos: “Se cuenta que Antístenes, al final de sus días, enfermo y dolorido, se lamentaba en voz alta de su condición, ante su discípulo Diógenes: -Ay, ¿quién me librará de estos males? -bramaba el viejo Antístenes. A los que Diógenes, esgrimiendo un puñal, contestó: -Este te librará, maestro-. -De los males, estúpido, no de la vida -le espetó Antístenes” (P. González Calero, Filosofía para bufones, Ariel, 2008). Es decir: el sentido común nos informa que la petición de eutanasia o suicidio asistido, en Holanda o donde sea, esconde algo más profundo, humano y comprensible: la simple petición de ayuda. Pero no ayuda para morir, sino para mejorar la situación. Dar la muerte a alguien en esos casos, o facilitarle los medios para que lo haga, es aceptar la visión del enfermo que se ve a sí mismo en un callejón sin salida; es confirmarle que, efectivamente, su vida no vale la pena.
Noa Pothoven decidió dejar de comer y de beber, previo acuerdo con los médicos de no intervenir en el proceso más que con cuidados paliativos.