Frente al clima de hipocresía social en torno a la discapacidad, es necesario educar en la empatía y actuar desde el corazón.
Frente al clima de hipocresía social en torno a la discapacidad, es necesario educar en la empatía y actuar desde el corazón.
Para castigarlo por su vanidad, Némesis, la diosa de la venganza, hizo que el joven y apuesto Narciso se enamorara de su propia imagen reflejada en una fuente. Sabemos bien cómo termina el mito que anticipa de forma preclara una cierta cultura del ombligo que padecemos: Narciso, embebido de su yo reflejado, e incapaz de apartar la mirada de su imagen, acaba por arrojarse a las aguas.
La narración simbólica no puede encarnar mejor ese aspecto sombrío de la condición humana que, en el tiempo que nos ha tocado vivir, se manifiesta en una incapacidad para salir de nosotros mismos y arriesgarnos a entender que el otro es un bien que, en virtud de su diferencia, posibilita un verdadero encuentro y nos hace mejores.
Me he acordado estos días de nuestros propios narcisos, a raíz de la expulsión de un campamento de verano de Inés, una niña con discapacidad. Entre las versiones ofrecidas por las diversas partes, hemos llegado a saber que se trata de un campamento de quince días, de esos tan de moda de inmersión en un pueblo inglés, recreado en esta ocasión en un pueblo de la provincia de Salamanca; que las madres de las otras dos niñas con las que compartía habitación se habrían quejado; que la empresa responsable de la organización ha negado que se haya producido la expulsión como tal y que ofrecieron alternativas a la familia, una vez que se dieron cuenta de que la niña necesitaba más atenciones de las previstas.
También sabemos que la familia de Inés está valorando incluso posibles denuncias y que la madre de la propia niña ha escrito una extensa carta en la que nos cuenta, para ayudar a situarnos, que Inés tiene un retraso madurativo de dos años e inferior motricidad que sus compañeros, pero que se había valorado la idoneidad del campamento para ella porque su problema consiste básicamente en que “tarda un poco más que el resto en asimilar la información que escucha, pero que si se los explicas más despacio o de otra forma, responde como el resto de niños”.
Inés dice que es culpa suya porque no consigue ser normal Carolina Goméz, madre de Inés
En el río revuelto de medias verdades que el contraste de las versiones siempre produce en un caso así, he intentado buscar un punto de equilibrio en estas tres cuestiones que me interpelan profundamente.
La primera, con la que de algún modo comenzaba, es la urgencia que tenemos de aprender a salir de nosotros mismos y a vincularnos al otro. Debemos enseñar a nuestros hijos, con nuestras propias actitudes, algo tan básico como que somos sujetos, no objetos, y que por lo tanto cada uno de nosotros tenemos una dignidad que reclama no ser tratados solo como medios, sino como fines en sí mismos.
Esto tan kantiano lo explicaba de manera preciosa Emmanuel Lévinas cuando proponía su humanismo del rostro. Es el otro el que nos vincula, el que, en efecto, nos hace mejores, y el que nos compromete desde la interpelación que el rostro produce en nosotros; un rostro que es, por otro lado, la parte más desnuda de nuestro cuerpo, más expuesta a la intemperie y por eso también más rica para el encuentro.
Pensemos en el rostro (pixelado en las noticias) de Inés. Aprendamos a forjar nuestro carácter y a tomar decisiones desde el rostro, desde la razón cordial, no desde el ombligo, ni tampoco desde una mera razón instrumental. Aquí no se trata de vencer, ni de convencer fríamente, sino de entender que el otro es tan digno como yo, y es imprescindible para mi desarrollo fecundo.
Aprendamos a forjar nuestro carácter y a tomar decisiones desde el rostro, desde la razón cordial, no desde el ombligo
La segunda es la cuestión de la hipocresía social en torno a la discapacidad. Nos movemos en un ambiente trufado de emotivismo, que ensalza a unos Campeones de película, aplaude y se rinde ante discursos como el de Jesús Vidal en los Goya, y que, al mismo tiempo, descarta a quienes van a nacer con una discapacidad, a la carta eugenésica.
Lo que hemos sabido nos interpela también sobre lo nefasto y estéril que es el mero voluntarismo. Querer no es poder. Para poder hay que desterrar absurdos igualitarismos, entender que no todos tenemos las mismas necesidades de apoyo, ni niveles de dependencia; que es muy fácil querer integrarse un rato con los que más nos cuesta (al estilo berlanguiano de «siente un pobre a su mesa por Navidad») y luego querer descansar de tanta bonhomía en verano. Querríamos tomarnos unas vacaciones del otro. Es muy humano, decimos.
El esfuerzo pasa también por exigir el difícil equilibrio entre convivir a todos los niveles (cuando se pueda), con personas con discapacidad, procurar los medios necesarios para que ello sea posible, y facilitarles también, sin ningún complejo, centros diferentes en los que se pueda trabajar a destajo con ellos, evitando que esos centros se conviertan en un gueto de similares características al de quienes pretenden vivir en la burbuja de los narcisos.
Una sociedad sin personas enfermas y vulnerables no representa el triunfo de la ciencia ni de la libertad, sino el fracaso de la humanidad.