César Cervera | 13 de julio de 2019
La creencia de que España es un país atrasado no responde a la realidad. Detrás de la estampa del progresismo europeo cada nación oculta sus propios demonios.
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En pleno franquismo, el ministro Manuel Fraga promovió un reclamo turístico que sacaba ventaja de la mala fama española: «Spain is different!«. Ni mejor ni peor: distinta. Una respuesta ingeniosa dirigida a los que seguían pensando en Europa, por empacho de leyenda negra, que «África empezaba en los Pirineos», pero que no hizo sino alimentar la creencia generalizada entre españoles y extranjeros de que la historia del país era una oscura anomalía en comparación con la Francia de los ilustrados, la Italia de los renacentistas o la Alemania de los grandes idealistas…
Pero resulta que no. España no es una isla aislada del resto de Europa, donde ni siquiera lo son las islas británicas, sino una potencia que se ha enfrentado a los mismos retos y acontecimientos que el resto del viejo continente. Con sus aciertos y sus errores, sus grandezas y sus miserias, pero no muy lejos de sus vecinos en su desarrollo.
Un territorio que perseguía a las minorías religiosas a través de la tan cacareada Inquisición, en un tiempo en el que toda Europa se desangraba en guerras religiosas entre protestantes y veía a los judíos y a los musulmanes como criaturas demoníacas; un país donde hubo colosos ilustrados de la talla de Benito Jerónimo Feijoo o Campomanes, aunque los árbitros de aquel movimiento cultural dictaminaran que, en España, la Luz y la Razón habían pasado de largo; o en el que la bipolaridad política confluyó en el brutal choque que fue la Guerra Civil (hasta el siglo XIX, España fue uno de los países de Europa occidental con menos guerras fratricidas), como los movimientos totalitarios colisionaron en esas mismas fechas a través de un conflicto de escala global.
Lo que ha pasado en España, a excepción de hechos tan positivos como dar la primera circunnavegación o poblar y explorar todo un continente, ha ocurrido antes o después, con más o menor virulencia, en los países vecinos. Los que piensan que España tuvo una historia desviada o más accidentada que el resto lo hacen, o por esa prepotencia española de creerse el centro del universo, que tanto exasperaba a los italianos del siglo XVI, o por la ignorancia de quien no es capaz de alzar la vista. Por esa razón seguimos desdeñando cada descubrimiento y a cada científico español… La historia del inventor del futbolín es un cuento chino, pero no así la del descubridor de la variación magnética o la del pionero que midió por primera vez la longitud del meridiano terrestre, ambos españoles.
Creemos que la Inquisición fue un tribunal de un fanatismo y una vigencia únicos en Europa, a pesar de que la última condena a muerte del Santo Oficio se produjo en 1781, un año antes de que fuera quemada por el calvinismo la última bruja, Anna Gölfi, en la avanzada Suiza. O que España ha sido un país lastrado por su fervor religioso, sin pararnos a comprender que aún en pleno siglo XXI para entrar en la línea sucesoria británica hay que renunciar al catolicismo o que para salvar una carrera política allí es necesario, como hizo Tony Blair, esperarse a su retiro para anunciar que no era ya anglicano. ¿Se imagina alguien que José María Aznar o José Luis Rodríguez Zapatero hubieran perdido unas elecciones por hacerse calvinistas o luteranos?
La estupidez no es algo exclusivo de una delimitación geográfica, por mucho que los españoles nos sintamos víctimas de una maldición milenaria
La idea de que España era distinta y, por tanto, el problema de su miseria, ha conducido a intelectuales de la talla de Ortega y Gasset a concluir que la solución estaba en Europa, como si su país natal no fuera parte de este continente. El filósofo, como muchos españoles del siglo XX, sentía fascinación y envidia por la masa de profesionales cualificados que era capaz de producir Alemania con un sistema más avanzado en ese momento. Una élite intelectual y profesional que inmoló durante sucesivas guerras mundiales y produjo algunos de los mayores horrores de la historia. Hoy, los que han trabajado en el extranjero y han vuelto para contarlo han descubierto, por ejemplo, que la sanidad pública española no tiene nada que envidiar a nadie y que, detrás de la estampa del progresismo europeo, cada país oculta sus propios demonios.
Porque, como dice el refrán, en todos los sitios cuecen habas. Puestos a colocar el sambenito de historia anómala, ahí están países como Alemania e Italia, que no fueron capaces de unificar sus territorios hasta fechas muy recientes. Por no hablar de la Francia de la sangrienta revolución y de las guerras provocadas por Napoleón, brutales episodios que precedieron simple y llanamente al retorno de la monarquía durante otros tantos años. Porque no es que los españoles o los portugueses fueran más indolentes que los franceses y por eso no decidieron guillotinar a sus reyes, básicamente ellos nunca alcanzaron tal nivel de hartazgo hacia sus monarcas.
El historiador George Rudé calcula que, entre 1730 a 1795, se registraron unos cien levantamientos provocados por el hambre y la carestía en Francia, algunos de una gravedad extrema, frente al único incidente de este calibre en España, que fue el Motín de Esquilache, del que tanto se ha escrito como muestra de la xenofobia del pueblo español y de su alergia hacia el progreso.
De vez en cuando, alguien se cuestiona los motivos del atraso español. Lo tiene delante. El mundo discutiendo sobre las redes 5G o los nuevos modelos de energía o movilidad y aquí estamos con los toros, la caza o Hernán Cortés. Tenemos más atrasistas que progresistas.
— Jorge Dioni López (@jorgedioni) April 11, 2019
Una buena parte de los españoles viven obsesionados con esa Europa mitificada que no existe. Con esa Revolución francesa que trajo la libertad, la fraternidad y la igualdad, pero también tres veces más muertos en tres años que el Santo Oficio en tres siglos. O con una Unión Europea a medio construir y mal cimentada, donde crecen los euroescépticos a pasos agigantados en todos los países salvo aquí.
De ahí que cuando alguno de nuestros europeístas radicales piensan en ocasiones perdidas en la historia de España afirman sin pudor que en el Tratado de Trento escogimos al Dios equivocado y no al de la Europa moderna (la de la caza de Brujas y el racismo científico, por citar unos cuantos hitos) o visualizan la invasión napoleónica como una gran oportunidad de impregnarnos de los valores revolucionarios, sin reparar en que la verdadera causa del atraso e inestabilidad españolas en el siglo XIX estuvo justamente en las heridas provocadas por los galos en la Guerra de Independencia.
Durante el conflicto, los franceses no repartieron libros de Voltaire o Rousseau precisamente, sino que se dedicaron, junto a nuestros aliados los británicos, a destrozar infraestructuras y toda huella de tejido industrial en el país, además de al expolio. Se empezaron a perder entonces las colonias y se abrió una Caja de Pandora terrible con el primero de muchos pronunciamientos militares, de la mano de un oficial que se puede denominar como progresista.
Decía hace pocos meses uno de esos afrancesados 2.0 que sentía lástima de que en el resto de Europa se hablara de la implantación de la tecnología móvil del 5G, mientras aquí seguimos enredados con debates estériles sobre «los toros, la caza o Hernán Cortés». Hay que recordarle a él y a su estirpe que en Europa no se habla solo de 5G o de energías limpias, sino también del avance de la ultraderecha más salvaje, de retirar los crucifijos en las aulas, como en Múnich, o de cómo destruir de forma ordenada su economía, en el caso de la Inglaterra atrapada en el brexit.
La estupidez no es algo exclusivo de una delimitación geográfica, por mucho que los españoles nos sintamos víctimas de una maldición milenaria o de un retraso crónico del que ni los franceses fueron capaces de sacarnos a bayonetazos.
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