Nacho Labarga | 18 de julio de 2019
Federico Martín Bahamontes ganó el Tour de Francia de 1959 y se convirtió en el primer español en lograrlo.
Su tío insistió para que se llamase Federico, pero en el Registro Civil aparece el nombre de Alejandro. Federico Martín Bahamontes (Toledo, 1928) lleva décadas sin montar en bicicleta, pero no ha perdido la agilidad mental y el don de la palabra que siempre lo ha acompañado. Diga lo que diga su dni, todos lo conocen como «Fede» o «El Águila de Toledo», apodo que le pusieron gracias a su habilidad con la bici. Cuando la carretera se empinaba, se le iluminaban las piernas. Fue uno de los grandes pioneros de la historia del deporte español. El primer ganador patrio del Tour de Francia, la carrera más importante de todo el panorama mundial, que hasta la llegada del manchego no conocía el éxito de los españoles.
Este verano, mientras los Thomas, Quintana, Valverde, Landa y compañía se exigen en las rutas francesas, se cumple el 60º aniversario de la conquista de Bahamontes en París. Se llevó la ronda gala en 1959, triunfo que festejó en el Parque de los Príncipes de la ciudad parisina un 18 de julio, la fiesta nacional española. Tras su victoria, el ciclista fue recibido con todo tipo de honores en una España que idealizó su figura por representar como nadie en esas fechas al deportista nacional: valiente, innovador y luchador.
En su tierra tiene guardado un puñado de recuerdos que, cada vez que los vislumbra, le evocan recuerdos dulces. Aquellas batallas con Jacques Anquetil, el helado de la ascensión de La Romeyère en el 54, las minutadas que le metió a Roger Walkowiak en montaña en el Tour que su rival conquistó en el 56, sus duelos con Jesús Loroño en la Vuelta, sus primeras victorias en la Grande Boucle del 58, donde llegó primero en Luchon y en el Izoard… pero ninguna de ellas supera a la de aquel maillot amarillo del 59. «Lo tiene guardado el cura en la catedral», recordaba esta misma semana en una entrevista para El Mundo.
Aquel año llegó el momento de su consagración. Fausto Coppi lo fichó para el equipo Tricofilina. Lo convenció para olvidarse de la montaña y centrarse en la general. Acabaría llevándose la Montaña. Y el Tour. La tarea no resultó sencilla. «Como desde Bilbao hacían campaña para que Jesús Loroño fuera el jefe de filas en el Tour, yo hablé con Langarica (el director) y le dije bien claro: o va Loroño o voy yo, porque no quiero más líos. Y Langarica dijo que no, que el que tenía que ir era yo. Al salir de la Federación, en la calle Barquillo, una persona lo llamó antivasco, por dejar a Loroño fuera, y Langarica le pegó tal puñetazo que se rompió un dedo», señaló en una entrevista a MARCA.
Estos días, como siempre que puede, recuerda que su recibimiento en Toledo fue más grandilocuente que el que hicieron en su día a Francisco Franco o incluso al Papa. La gente se volcó con un ciclista al que acompañó desde Madrid a su ciudad natal. Aquella victoria le cambió la vida. Pasó de «no ser nadie» a convertirse en alguien importante. Tanto en el plano deportivo como político, puesto que su imagen pasó a ser la de un símbolo nacional. En un encuentro con Franco, este le llegó a decir: «Ojalá hubiera muchos españoles que, como tú, dejen la bandera española tan alto».
Tras su hazaña, serían seis los corredores españoles que repitieron: Luis Ocaña (1973), Pedro Delgado (1988), Miguel Induráin (1991, 1992, 1993, 1994 y 1995), Óscar Pereiro (2006), Alberto Contador (2007 y 2009) y Carlos Sastre (2008). Hace 11 años que un español no gana el Tour y 60 desde que lo hiciera el primero, un Bahamontes al que ya no le gusta este ciclismo actual que se asemeja «a la marcha real o a la Semana Santa» por lo controlado que viaja siempre el pelotón. El suyo era un deporte más épico y ofensivo, con menos cámaras y más literatura. La disciplina en la que un águila española conquistó Francia a base de pedaladas.
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