Roberto Gelado | 24 de julio de 2019
Netflix estrena la tercera temporada de la serie española del momento. Un empaquetado visual estupendo con un mensaje inquietante.
Hay tantos fenómenos tan inesperados alrededor de lo que ha sucedido con La casa de papel que, en ocasiones, resulta realmente difícil trascender el humo de lo evidente. Se estrenó, allá por mayo de 2017, con un arrollador -para los tiempos que corren- 25,1% de share. Con Atresmedia frotándose las manos ante la aparente gallina de los huevos de oro, de repente aquello empezó a perder fuelle hasta apagarse silenciosamente en su despedida generalista, que no rebasó ni el 10%.
Demasiado descalabro para un comienzo tan prometedor, dirán. Algún ejecutivo de Netflix pensó lo mismo y obró en consecuencia, incorporándolo a su catálogo. ¿Qué era lo peor que podía pasar? No lo sabemos, porque lo que sucedió no fue lo peor sino algo insospechadamente bueno: en el primer trimestre de 2018, se informaba ya de que la serie creada por Álex Pina era el título de habla no inglesa más visto de la plataforma. ¿Inesperado? Quizá no tanto.
Es evidente que sus creadores entendieron el género de acción y robos propuesto en la premisa de la serie, una banda de descastados dispuestos a asestar un golpe maestro a la Casa Nacional de la Moneda y Timbre, de un modo necesariamente trepidante que enganchaba e incitaba a obviar los giros de guion más atrevidos. Visualmente, la fotografía de Migue Amoedo y la indiscutible pericia en el montaje enganchaban también muchísimo.
Todo funcionaba, además, de modo mucho más fluido gracias a unos personajes magnéticamente planteados. Un grupo de perdedores reconvertidos a revolucionarios con los que siempre cabía simpatizar dispuestos a ajustar cuentas con el sistema. Héroes trágicos, en fin, que hablaban de la rigidez de un régimen que los excluía y planteaban una lucha maniquea en la que el asalto a las fuerzas establecidas siempre encontraba justificación. Detrás de ellos, una totémica figura, el Profesor, dispuesto a explicarles a todos que no solo tenían razón, sino que en su mano estaba reventar la opresión de un golpe -literalmente-.
Demasiado paralelismo con buena parte de la retórica política reciente como para no prever una audiencia fascinada: lo que se contaba allí era tan fácil de digerir como el populismo moderno y, además, tenía un empaquetado visual estupendo.
La tercera temporada, estrenada este pasado viernes, ya en Netflix y, se supone, a juzgar por el periplo de localizaciones por las que se pasean los personajes (Florencia, Tailandia, Panamá…), mucho más desahogada económicamente, envida más no solo en su pirotecnia visual, sino también en su propuesta de guion. Porque, aunque el relato parezca pedir solo palomitas, una reflexión reposada sobre lo que subyace bajo la historia de estos Robin Hood modernos depara puro nihilismo: poca esperanza habita entre el relativismo de quienes dicen robar a un ladrón y siempre acaban haciendo algo peor y el teleologismo de una autoridad despótica dispuesta a (casi) cualquier medio para lograr sus fines.
Blancos y negros se acentúan en esta tercera temporada y apenas quedan ya grises a los que asirse éticamente, con la inspectora Murillo remedada a co-cerebro pensante de la nueva operación y el subinspector Rubio reducido a un papel residual.
No hay, ahora que se han empeñado en forzar la comparativa con Breaking Bad, un Hank Schrader, no hay siquiera un Jesse Pinkman. Y, sin ellos, hasta la hipotética caída final de quienes urdieron este plan tan atractivamente carcomido éticamente está condenada a dejarnos sin esperanza: caído (si cae) el telón del relativismo, ¿quién quedará dispuesto a fiarse de una autoridad absolutamente indiferente a los medios que utiliza?