Sandra Várez | 16 de agosto de 2019
Dejar de ver a los niños como un problema es un tema de supervivencia. Ellos tienen en sus manos hacer un mundo mejor que el que se encontraron.
Desde hace tiempo, vengo observando una tendencia a mirar como una amenaza la presencia de niños en determinados ámbitos. No es la primera ni la segunda vez que, en busca de paz, naturaleza o mar, he descubierto miradas hostiles o recelosas en la gente que me rodea. Imagino sus pensamientos: «ya vienen estos niños malcriados a interrumpir la paz que merezco»; «¿por qué no van a los sitios para niños?»; «se me acabó el relax»; «odio a esos mocosos».
Inmediatamente me pongo en guardia. Soy incapaz de no sentirme interpelada, y esas miradas van seguidas de un «niñas, hablad bajo», «niñas, no molestéis», «niñas, id al lado del mar, que la gente está descansando».
Ver a los niños como un incordio se ha convertido en tendencia. El «ideal para familias» va cada vez más frecuentemente ligado al «no se admiten niños» de determinadas ofertas vacacionales. La gente busca planes ideales, tranquilos, en entornos idílicos y cada vez más exclusivos. Y en ese tipo de entornos no cabemos las familias, al menos aquellas que aparecemos con niños en edad de armar bulla o de no medir los decibelios. Así que, inevitablemente, hay que buscar la separación o el aislamiento si no quieres ser asesinado con la mirada.
Ser niño o niña hoy te hace culpable por sistema. Culpable por ser ruidoso, culpable por no saber comportarte como un adulto aun siendo niño, culpable por obligar a tus progenitores a renunciar a una vida de libertad de tiempos y espacios, culpable por no destacar, culpable por no aprender como quisieran otros, culpable del desequilibrio familiar e individual, culpable por contribuir con tu nacimiento a acabar con las reservas naturales de este planeta.
El movimiento antinatalista, cada vez más extendido, se apoya en esta última teoría. El argumento de que el nuestro es un mundo sobreexplotado no tiene como secuencia lógica que las personas adultas y con responsabilidad sobre él cambien su modo de vida, sino que dejen de nacer personas.
Para un antinatalista, traer un hijo al mundo es un acto de egoísmo, porque las nuevas generaciones serán quienes acaben de rematar este ya maltrecho planeta. Y, sin embargo, el modo de vida de los que ya habitamos en él sigue siendo cada vez más consumista, individualista, egoísta e insolidario.
Para un antinatalista, traer un hijo al mundo es un acto de egoísmo
El apelativo «la vieja Europa» es ya algo más que una forma de definir su historia y su cultura. El continente se está haciendo viejo y, si en Europa el invierno demográfico adquiere tintes dramáticos, en los países del sur del continente es una auténtica tragedia.
Solo en España el número de nacimientos ha descendido un 40 por ciento en los últimos 10 años. El año pasado la cifra fue de 369.302 españoles nacidos, 23.879 menos que en 2017, lo que nos sitúa a la cola de Europa.
¿Las causas? Muy diversas: los bajos salarios, las dificultades de emancipación, primero, y de conciliación, después, el miedo a la discriminación laboral y salarial o a una carrera truncada, hacen que los embarazos sean cada vez más infrecuentes tardíos o infructuosos.
Pero también hay otras más profundas, relacionadas con esa concepción antinatalista que concibe a los niños y las niñas que vendrán como incordio, renuncia, pérdida de libertad e, incluso, los hace casi responsables de los males venideros. Y si a esto se une la idea de que ser madre es concebida como una forma más de sometimiento de la mujer, parece casi lógico rebelarse contra ello para luchar contra el heteropatriarcado.
Al margen de las concepciones filosóficas, religiosas o económicas (¿quién pagará nuestras pensiones?) sobre la necesidad de la reproducción humana, fomentar la natalidad, apoyar la conciliación o dejar de ver a los niños como un problema es un tema de supervivencia. Porque son ellos, si les dejamos, quienes tienen en sus manos hacer este mundo mucho mejor de lo que se lo encontraron.
No volquemos en los niños nuestras propias frustraciones. Perdamos el tiempo con ellos
Véase el ejemplo de ese grupo de niños y adolescentes que se revuelven cada viernes contra nuestra forma de vivir o consumir, que se niegan a vivir en un mundo inhabitable, y no precisamente por su responsabilidad, o que luchan por que se oiga su voz ante conflictos y desastres que ellos no han provocado. Se han convertido en niños molestos, incordio, que se entrometen en cosas de adultos para decirles que lo están haciendo fatal.
No subestimemos sus capacidades, no les condicionemos, no los silenciemos para que no molesten, no hablen, no jueguen, no corran, no piensen. No volquemos en ellos nuestras propias frustraciones. Perdamos el tiempo con ellos. El futuro es suyo y nosotros solo tenemos que enseñarles a mejorarlo.
Revertir la silueta de la pirámide poblacional es la única manera de asegurar la sostenibilidad del sistema.