Miguel Serrano | 12 de agosto de 2019
Disney recupera sus clásicos para devolverlos a la gran pantalla en un nuevo formato. Un éxito seguro gracias a los recuerdos de toda una generación.
Está claro que la industria del cine y la televisión vive desde hace tiempo de la nostalgia. Series como Stranger Things o películas como Ready Player One y su éxito así lo demuestran. Y quizá sea una característica exclusiva de estas generaciones no querer dejar atrás nunca los viejos recuerdos de nuestra infancia.
Nos gusta ver lo que vivimos en nuestra infancia y nuestra juventud. Por eso están retomándose últimamente franquicias y sagas antiguas, como Los Cazafantasmas (con su fallida versión feminizada de hace unos años y con el proyecto de recuperar el viejo reparto para una nueva película), Gremlins, Star Wars o Indiana Jones.
Disney, por supuesto, con su olfato infalible para detectar los intereses del público, se ha subido al carro de la nostalgia y, básicamente, lo ha reventado. Tenemos ahora mismo en nuestras pantallas El Rey León, un calco perfecto de la que es, sin duda alguna, la gran obra maestra de Disney, una película que en 1994 deslumbró al público y a la crítica con unos dibujos magníficos, una historia conmovedora a la par que desternillante y una música hasta ahora nunca igualada en la ya de por sí excelente historia de bandas sonoras de Disney.
Su oleada de remakes de películas clásicas no es nueva, ya que empezó con 101 Dálmatas. Más vivos que nunca, una divertidísima película con actores reales de 1996 que revisaba una gran película de 1961, con una brillante Glenn Close en el papel de Cruella DeVil. Pero aquello fue, por así decir, un experimento.
Años después llegó el gran boom de estos nuevos remakes live-action (que es el término técnico). La primera fue Cenicienta (2015), que adaptaba al pie de la letra el cuento original. Este fue el pistoletazo de salida de la nueva ola que tenía en mente para llevar en masa al público a los cines.
El primer gran misil fue El libro de la selva (2016), una adaptación mucho más que digna del clásico de 1967 que, incluso, mejora algunos aspectos del mismo. Ahí fue cuando Disney se dio cuenta de que no solo eran productos fáciles, sin necesidad de darle muchas vueltas a la cabeza para encontrar nuevas historias, sino que eran taquillazos en potencia. Y ahí empezó la locura.
En 2017 llegó La Bella y la Bestia, que, más allá de una preciosa puesta en escena, no alcanza el nivel del original (las canciones son las mismas, evidentemente, ya que el material de partida es espectacular).
Pero la explosión ha tenido lugar este mismo año, con los estrenos de Dumbo, Aladdin y El Rey León, que, con mayor o menor éxito, han ocupado una parte considerable de la taquilla mundial. Además, han ido aumentando su ambición al contratar a directores de prestigio, tales como Tim Burton, Guy Ritchie y Jon Favreau, respectivamente (este último era ya un miembro de la casa, director de El libro de la selva, y las dos primeras películas de Iron Man).
Y esto es solo el principio: en los próximos años veremos cómo sacan brillo a Mulán, La Dama y el Vagabundo, La Sirenita, Merlín el Encantador, Lilo y Stitch, El Jorobado de Notre-Dame, Pinocho… No va a quedar ni un solo clásico de Disney sin explotar. Y esto sin contar las secuelas como Maléfica, Toy Story 4, Alicia en el País de las Maravillas…
Por supuesto, esta sobreabundancia de películas que se basan en las ya archiconocidas y tan queridas por el público, cuando no las copian directamente, tiene sus luces y sus sombras. El Rey León, que es la película favorita de millones de espectadores, ha sido copiada casi plano por plano, aunque digitalizada con unos efectos de animación que quitan el hipo. Un portento técnico precioso, con una fotografía espectacular, que solo por su calidad técnica y tecnológica merece la pena. Además, en este caso era muy arriesgado añadir nada a una película prácticamente perfecta en sí misma.
Pero para otras, como Aladdin (la elección de Will Smith como Genio es un gran acierto, francamente), han intentado actualizar el mensaje de la película. Y estos nuevos cambios (excepto, como dije ya, en El libro de la selva) son lo peor de las nuevas películas, quedando muy lejos de lo que fue la original.
Quizá sea necesario modernizar estas películas, especialmente los clásicos antiguos, desde los años 30 (Blancanieves y los siete enanitos) hasta los años ochenta. Quizá los más pequeños no encuentren tan sencillo empatizar con películas tan antiguas, o no sean capaces de verlas. No lo sé. Creo que es más probable, en este caso, que los ejecutivos de Disney estén explotando lo máximo posible su nueva gallina de los huevos de oro, atraer a las nuevas generaciones y mantener a los demás en su País de Nunca Jamás.
De momento están saliendo airosos. El público acude en masa y, al menos por ahora, las está disfrutando. Pero quién sabe lo que puede pasar de aquí a unos años.
El gran clásico de Disney marca una cartelera que incluye cine de terror e historias de amor familiar en plena guerra.