Javier Arjona | 17 de agosto de 2019
La décima entrega de «España en perspectiva» rinde homenaje a un político ejemplar que no ha recibido todavía el reconocimiento que su trayectoria merece.
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Aunque los años 60 fueron los de máximo esplendor de la dictadura franquista, una creciente oposición política y social, catalizada por el deterioro de las relaciones Iglesia-Estado tras el Concilio Vaticano II, acabó provocando síntomas de agotamiento en un régimen que llevaba ya tres décadas al frente del país.
A una derecha contestataria se sumaron las izquierdas socialista y comunista desde el exilio, demandando una apertura democrática aplaudida desde la comunidad estudiantil, en un entorno de cierta violencia donde los atentados terroristas de ETA, siempre al abrigo de la causa independentista, también buscaban el debilitamiento del régimen.
Tras el escándalo de corrupción del caso Matesa destapado en 1969, comenzó a hacerse patente una ruptura política entre los inmovilistas adscritos al búnker franquista y los aperturistas, que propugnaban un cambio aunque sin saber entonces cómo ni cuándo podría llevarse a cabo.
Ese mismo año, bajo la Vicepresidencia del almirante Luis Carrero Blanco, se designaba a don Juan Carlos como príncipe y sucesor a la jefatura del Estado a la muerte de Franco, aunque no bajo el modelo de una restauración, sino como una monarquía del Movimiento Nacional.
Mientras la salud del dictador se iba deteriorando, en junio de 1973 Carrero Blanco fue nombrado presidente del Gobierno, al tiempo que Torcuato Fernández-Miranda, un personaje que a la postre resultaría clave para la Transición, asumía la Vicepresidencia.
El 22 de noviembre de 1975, dos días después de la muerte de Franco, el príncipe Juan Carlos fue proclamado Rey de España ante las Cortes franquistas, donde juró las Leyes Fundamentales, ante el recelo de buena parte de los diputados más inmovilistas.
En un discurso un tanto difuso, explicable por el sesgado perfil de la audiencia, el nuevo monarca afirmó que buscaría un consenso de concordia nacional y, desde el primer día, se puso manos a la obra para rodearse de un equipo de confianza que le ayudase en la complicada tarea de llevar a cabo una Transición hacia la democracia.
Aunque el búnker le impuso la continuidad de Carlos Arias Navarro como presidente del Gobierno, el Rey participó en la configuración del nuevo Ejecutivo, mientras lograba que Fernández-Miranda, su antiguo preceptor y hombre de confianza, fuera nombrado presidente de las Cortes y del Consejo del Reino.
Aquí es donde emerge la figura quizás más importante y menos reconocida de la Transición española. Torcuato Fernández-Miranda, un jurista asturiano asociado a la corriente reformista del franquismo moderado, y no perteneciente a ninguna de las familias del régimen, lograría como primer hito que el Rey Juan Carlos apostase como nuevo presidente del Gobierno por un desconocido falangista, Adolfo Suárez, como personaje capaz de liderar el proceso de cambio político en España.
La tripleta formada por el monarca, Suárez y el propio Fernández-Miranda fue la encargada de diseñar con maestría los pasos a dar para que las Cortes franquistas aprobasen la defunción del franquismo.
Torcuato Fernández-Miranda definió el camino para lograr la aprobación de la Octava Ley Fundamental del franquismo
Habiendo fracasado previamente la reforma política de Antonio Garrigues, que proponía de manera directa la convocatoria de Cortes Constituyentes, y también la de Manuel Fraga, basada en una serie de cambios graduales de varias de las Leyes Fundamentales, Adolfo Suárez se marcó como estrategia la elaboración de la Ley para la Reforma Política, que permitiría, «de la ley a la ley», la convocatoria de elecciones democráticas y la formación de unas Cortes Constituyentes elegidas por sufragio universal, que serían las encargadas de preparar una nueva Constitución, que a la postre sería la de 1978.
El principal problema era que la ley de Suárez, con la que se abolirían todas las instituciones de la dictadura, debía ser aprobada precisamente por unas Cortes franquistas que, de manera automática, quedarían desarboladas.
Será entonces Torcuato Fernández-Miranda, como presidente de las Cortes, el que defina el camino para lograr aquella singular aprobación a partir de un texto redactado a modo de Octava Ley Fundamental del franquismo. El asturiano puso en marcha un procedimiento de urgencia para su tramitación, evitando el paso por la Comisión de Leyes Fundamentales, al tiempo que negoció junto a Adolfo Suárez el voto afirmativo de cada procurador, uno por uno, para asegurarse la aprobación de las Cortes.
El 15 de diciembre de 1976, el pueblo español también daba el visto bueno a la nueva ley en un referéndum que, con una participación de casi el 78%, obtuvo un 94% de votos favorables. Algo más de un año después de la muerte de Franco, el franquismo había firmado, legalmente, su punto y final.
Una política ejemplar basada en el consenso, incluyendo a todas las formaciones políticas, permitió que se apruebe una nueva Constitución
Hay unas imágenes de Adolfo Suárez en el Congreso de los Diputados, filmadas inmediatamente después de la aprobación de la ley, que son autoexplicativas. El presidente tiene un semblante mezcla de agotamiento y satisfacción, consciente de que se acaba de producir el hecho más importante de su carrera política, y que desde ese momento comenzaba el proceso que le llevaría a convocar las primeras elecciones democráticas en cuarenta años para formar unas Cortes Constituyentes.
Desde ese momento, una política ejemplar basada en el consenso, incluyendo a todas las formaciones políticas, permitirá que se apruebe una nueva Constitución, la que sigue vigente hoy en día después de cuarenta años en los que España ha logrado las mayores cotas de crecimiento económico y bienestar.
El cuñado y mano derecha del general Franco se convirtió en el principal ideólogo de los primeros años del naciente régimen.
La trayectoria de un político fundamental en la historia del siglo XX español.