Juan Milián Querol | 23 de agosto de 2019
Weimar nos recuerda algo que hemos olvidado, que la democracia es frágil, que necesita un buen cuidado y respeto por los procedimientos y de aceptación del pluralismo.
“¿Está muriendo la democracia?” Es la pregunta que planteaba un editorial de la revista Foreign Affairs, mientras apuntaba que los politólogos que aseguran que estamos ante su más grave retroceso desde los años 30 “son los optimistas”. Los pesimistas creerían que el juego ya se ha acabado. Que no hay nada que hacer. Que la actual ola populista va a socavar definitivamente los pilares de nuestros sistemas democráticos.
Y, aunque nos suenen a burdas exageraciones, sobre todo para aquellos que hemos vivido tiempos ordinarios en los cuales la democracia parecía el único sistema posible, no deberíamos desatender estas advertencias, porque son frecuentes los momentos en los que la Historia se acelera de repente y las sociedades parecen enloquecer, incluso las más formadas y acaudaladas, apostando por políticos e ideologías impensables poco tiempo atrás. La Historia no se repite, pero hallar las rimas entre los fenómenos actuales y lo que sucedió en la Alemania de Weimar es un ejercicio que numerosos analistas han realizado últimamente y al que me voy a sumar con poca originalidad.
Debemos aprender de los errores, cada uno de nosotros debe asumir su cuota de responsabilidad en el debate público, no dejándonos arrastrar por los histerismos que solo conducen a malas decisiones
Los europeos contemporáneos hemos sufrido una dura crisis económica, para la mayoría la más dura de nuestra vida. Sin embargo, esta nada tiene que ver con la hiperinflación y la Gran Depresión que siguieron a las ya desastrosas consecuencias económicas de la Primera Guerra Mundial y del tratado de Versalles.
Hoy las clases medias se han debilitado y la incertidumbre económica ha incrementado el apoyo a los populismos en Europa, pero sigue siendo muy minoritaria la apuesta creíble por sistemas alternativos a la democracia, mientras que en aquella Alemania nunca llegaría a asentarse una cultura mínimamente liberal.
La magnífica y espectacular serie Babylon Berlin nos muestra una capital alemana cosmopolita y fascinante, una sociedad en la que se ejercía más el libertinaje que la libertad y las utopías engullían cualquier compromiso con la democracia. La democracia nació sin unos valores que la sostuvieran. Solo hay que pensar que prácticamente todas las ideologías tenían sus grupos paramilitares para darse cuenta del débil respeto al pluralismo.
Una sociedad encolerizada, dividida y enfrentada se lleva por delante cualquier sistema político
Salvando todas las distancias, Weimar nos advierte ante las derivas irracionales. Nos recuerda algo que hemos olvidado, que la democracia es frágil. Que necesita un buen cuidado, un mínimo de virtudes cívicas, de respeto por los procedimientos y de aceptación del pluralismo. Sin todo ello no hay constitución, ni sistema electoral que sostenga la democracia, porque una sociedad encolerizada, dividida y enfrentada se lleva por delante cualquier sistema político. Esta es la principal lección del fracaso de una república de Weimar que nació hace un siglo.
Cuando una sociedad deja de compartir un lenguaje y palabras, como democracia o libertad, se entienden de manera totalmente diferentes, el debate se hace impracticable y el consenso en las reglas del juego, imposible. No hay que ir muy lejos para encontrar nacionalismos que entienden la democracia como la imposición de su voluntad y que usan las urnas como un mero decorado para que cualquiera vote de cualquier manera sobre cualquiera asunto, incluida la retirada de los derechos de la ciudadanía a los compatriotas.
Los principales enemigos de la democracia suelen usar un lenguaje aparentemente democrático, incluso exageradamente democrático, para despreciar, precisamente, los pilares de esta, a saber, el Estado de derecho o las libertades individuales. Esta degeneración de la retórica es síntoma de la degeneración de las instituciones, pero también es una de sus principales causas. La retórica puede servir para unir una nación en torno a un noble objetivo, pero también puede destruir una sociedad alimentando el odio irracional. Las palabras generan y destruyen valores y los discursos divisivos acaban creando el caos y, eventualmente, el horror.
Cabe señalar, sin embargo, que esas retóricas pueden contener un malestar con bases muy reales. Son algo más que pura demagogia. Cuando atiza una crisis económica se observan los fallos de los sistemas institucionales. El populismo, por ejemplo, los maximiza para sacar rédito electoral, lo que no significa que no existan.
Así pues, una sociedad de oportunidades laborales dignas es fundamental para la legitimación de la democracia. Si percibe un empobrecimiento presente o futuro, la clase media se ve más propensa a apostar por rupturismos. Es necesario, pues, que exista cierta garantía de gobernabilidad que permita las reformas necesarias y evitar que la crisis política profundice la económica. En este sentido, la constante sucesión de cancilleres -catorce- desde 1919 hasta 1933 provocó tal ingobernabilidad en Alemania que disparó la sensación de ineficacia del parlamentarismo e incrementó la apuesta por un “hombre fuerte” que interpretara la voluntad del pueblo aplicando soluciones drásticas.
La ingobernabilidad es, así, un grave problema para la democracia. Y es algo que debemos tener en cuenta en un momento en el que en todo Occidente parece reinar lo que Francis Fukuyama denominó como vetocracia. Cada vez es más difícil formar gobiernos, aprobar presupuestos o reformas importantes o mantenerse durante toda una legislatura. Ni el ascenso de radicalismos y separatismos parece incentivar a los defensores de la democracia liberal a tener la necesaria amplitud de miras para debatir y pactar. De este modo, y si nada cambia, el peligro de que minorías duras se impongan crecerá.
Una minoría mejor organizada y adaptada a los nuevos medios de comunicación puede superar a una mayoría incapaz de articularse para salvaguardar la democracia. Volvamos a nuestro ejemplo. La democracia de Weimar se vio asediada por una extrema izquierda que intentó una revolución bolchevique en 1919 y por una extrema derecha también violenta como se comprobó con el asesinato de una figura clave como Walter Rathenau; pero, tras el fracaso de las intentonas golpistas, el nazismo entendió que podía aprovechar los instrumentos de la democracia para destruirla, mientras los demócratas andaban desunidos y desorientados.
Hoy, ciertamente, los discursos hiperbólicos tienen menos base real, pero eso no significa que no puedan tener una incidencia notable en el desgaste de las instituciones. Los nuevos medios, como siempre que ha habido una revolución tecnológica en la comunicación, son altavoz de nuevas voces. Voces que son un elemento de inestabilidad al atacar el statu quo, sea este democrático o dictatorial. Las mismas redes sociales que impulsaron las primaveras árabes son las que fragmentan y debilitan las democracias.
A la imprenta, la radio o la televisión también les siguió una convulsión social y política. La cuestión fundamental y la lección que podemos extraer de Weimar es que debemos aprender de los errores, cada uno de nosotros debe asumir su cuota de responsabilidad en el debate público, no dejándonos arrastrar por los histerismos que solo conducen a malas decisiones. Las respuestas simétricas no sirven para superar los radicalismos. Los alimentan y se acaba destruyendo aquello que se intentaba proteger.
Es fundamental adaptarse a las nuevas tecnologías y reconocer la importancia de las emociones -nos guste o no son un factor clave en las decisiones-, pero debemos ponerlas al servicio de la democracia, del bien común. La democracia debe tener instrumentos para defenderse, pero, sobre todo, los demócratas debemos tener el valor y la inteligencia suficientes para defenderla. Dicho de otra manera, la democracia necesita una cultura de la libertad y esta es, básicamente, responsabilidad. La Europa actual no es, ni de lejos, la de los años 30, pero también decían, por ejemplo, que Caracas no era La Habana. Y hoy, es peor.
Juan Milián Querol (Morella, 1981) es politólogo y político. Escribe en diferentes medios como The Objective y la edición de ABC en Cataluña. Su último libro es El acuerdo del seny. Superar el nacionalismo desde la libertad (Unión Editorial). Ha sido diputado del Parlamento catalán durante tres legislaturas y, actualmente, es coordinador general de Estrategia Política del PPC.