Sandra Várez | 01 de septiembre de 2019
Hay poca voluntad de solucionar aquello que provoca la huida, no ya a las capitales de provincia, sino a las grandes urbes, donde la vida gana en servicios pero pierde en identidad.
Hasta un cuarto de millón de habitantes han perdido las zonas rurales españolas en los últimos diez años.
Cada verano, el pueblo sigue siendo un retorno a lo que fuimos, a lo que somos, una vuelta a casa.
La España vaciada tiene difícil solución, pero hay esperanza
Es la historia calcada y repetida en cada pueblo de España durante los meses de verano. Comienzan las vacaciones escolares y llegan, primero, los niños para quedarse con los abuelos; después, los hijos, que no nos perdemos por nada del mundo las fiestas de agosto; y luego, los amigos de aquí y de allá, las primas, sus novios, los que tenían allí a sus abuelos y los que tienen morriña de aquel tiempo que se marchó.
Bullen las calles y todo se llena de banderolas; hay exposiciones, disfraces, concursos y recitales; música y baile; comida y bebida; vivas a la patrona y alegría, mucha alegría. Esa que da el placer de juntarse, de compartir una comida, de reír, de celebrar, de recordar tiempos pasados y de ver con una mezcla de autoengaño y autoconvencimiento cómo el tiempo le pasa factura solo a los demás, porque tú, te dices, estás igual que la última vez que te marchaste. En esos días, el pueblo se hace pequeño y no sabes de quién es este o aquel, dónde está su casa o quiénes son sus padres. Días en los que duermes poco, pero no hay insomnio; donde no haces nada, pero no se malgasta el tiempo; y donde desconectas, pero, a la vez, estás más conectado a los demás que nunca.
Pero cuando todo acaba y aún no se han recogido las últimas banderas, llegan las despedidas, el hasta cuándo y esa mezcla de melancolía y culpa que se queda cuando cierras la puerta tras de ti. Porque lo que dejas no es solo la pena por la separación temporal, sino la melancolía por unos años que ya no volverán, y soledad, mucha soledad.
Castilla y León a la cabeza en despoblación rural
Aunque nunca fue un pueblo grande, el goteo de población que se va o se pierde y no se repone da auténtico vértigo. Hace casi 10 años que la escuela se cerró por falta de alumnos, que el médico empezó a pasar solo un par de horas al día y que algunos servicios públicos (biblioteca, ayuntamiento o mantenimiento de instalaciones) funcionan de forma intermitente, más que como un trabajo como un voluntariado. Hay una sola tienda y el único bar ha anunciado ya que echa el cierre porque no hay quien aguante la sequía del invierno. Hasta el cura es un visto y no visto por tener que repartir su tiempo entre unos cuantos pueblos más.
La situación de mi pueblo no es una excepción en lo que ha pasado a denominarse la “España vaciada”, de la que, por cierto, no se ha vuelto a hablar una vez superada la tortura de la campaña electoral
La situación de mi pueblo no es una excepción en lo que ha pasado a denominarse la “España vaciada”, de la que, por cierto, no se ha vuelto a hablar una vez superada la tortura de la campaña electoral. Hasta un cuarto de millón de habitantes han perdido las zonas rurales españolas en los últimos diez años, con Castilla y León a la cabeza, tanto en descenso demográfico como en envejecimiento poblacional (casi un tercio de los municipios tiene en su censo menos de un centenar de personas). Una sangría para la que no parece haber tiempo ni soluciones, porque si las previsiones del Instituto Nacional de Estadística (INE) están en lo cierto, esta comunidad perderá 262.000 habitantes en los próximos quince años.
Es difícil de explicar para el que no vive en un sitio como este el sentimiento de arraigo a la tierra
“No está vacía, la han vaciado”, gritaron el pasado mes de marzo en las calles de Madrid las principales plataformas en defensa de esta España que se muere. Porque voluntad hay poca de solucionar aquello que provoca la huida, no ya a las capitales de provincia, sino a las grandes urbes, donde la vida, seamos sinceros, gana en servicios, pero pierde en eso que hace a los pueblos tan queridos: la identidad. «Es difícil de explicar para el que no vive en un sitio como este el sentimiento de arraigo a la tierra» explica Luis, el alcalde de esta localidad de la meseta castellana con menos de 300 personas empadronadas. «Pero cuando después de una larga jornada de trabajo, vuelvo al pueblo y recorro sus calles y plazas, muchas veces vacías, me vienen a la cabeza miles de recuerdos. Es como si volviera permanentemente a mis años de niño, a mi infancia, a mis raíces«.
Como ocurre con las corporaciones de menos de 1.000 habitantes, su trabajo en el ayuntamiento no es a tiempo completo y, por lo tanto, no remunerado. Pero no por ello menos intenso o exento de disgustos. «Porque la Administración es lenta y engorrosa en todos los procesos», incluso para facilitar la creación de nuevos negocios que darían trabajo y vida a la zona. “Los trámites son insoportables, como insoportable es para un agricultor competir con un modelo de mercado de bajo coste. El sistema de producción es ruinoso para los pequeños agricultores y ya no compensa explotar el campo o el ganado”. Con este panorama la sensación que queda “es la de que quieren dejarnos morir”.
Más que un vaciado de la vida rural, es un “desahucio”, tal y como lo califica el sociólogo Zygmun Bauman en su obra Vida Líquida. Un desahucio que transforma la ciudad en una suerte de “campo de refugiados” donde la identidad y los vínculos se diluyen. Por eso, cada verano el pueblo sigue siendo un retorno a lo que fuimos, a lo que somos, una vuelta a casa. Por eso, las lágrimas de despedida no son solo porque los nietos se van, sino porque, quizá, en un futuro no muy lejano, cuando la última puerta se cierre, nadie busque ya el lugar del que un día se tuvo que marchar.
La historia española está repleta de personajes a los que la izquierda podría encumbrar… si los conociera.
Internet y los bajos impuestos no lograrían por sí solos repoblar la España vaciada, pero ayudarían mucho a solventar el problema.