Ana Samboal | 02 de octubre de 2019
España deba apostar por una industria basada en el desarrollo tecnológico, que aporte empleo sostenible, riqueza, capacidad de exportación y bienestar.
En los libros de texto de la EGB se medía el grado de desarrollo de una economía en función del peso del sector servicios. Un país moderno y avanzado debía disponer de un poderoso y vasto sector terciario, porque la industria era cosa de los que estaban haciendo todavía la revolución industrial y la agricultura -a grandes rasgos-, una actividad más propia de países en estado precario.
Es posible que nuestros gobernantes estuvieran convencidos de ello, pero tal vez fue la necesidad la que les obligó a enseñárnoslo en los colegios. Las duras cuotas que se impusieron a España para entrar en la Unión Europea -una necesidad política prácticamente indiscutida por la que abonamos un desorbitado peaje– seccionaron de raíz la capacidad del campo para crecer. Hoy todavía lo estamos pagando, la denominada España vaciada es fruto, en gran medida, de aquellas decisiones. Otro tanto se puede decir de la industria. A cambio de fondos estructurales para levantar infraestructuras que vertebraran el país, optamos por no hacerle la competencia a Alemania o Francia. Nos conformamos con albergar sus fábricas de vehículos, con empleo a costes comparativamente mucho más baratos que los suyos.
Las duras cuotas que se impusieron a España para entrar en la Unión Europea seccionaron de raíz la capacidad del campo para crecer
Nos convertimos en la Florida de Europa. Pero ese modelo, sostenido sobre el ladrillo y las playas, comenzó a erosionarse con la ampliación al Este de la UE y la creciente globalización. Llegó un momento en el que ya no podíamos competir con los bajos salarios de los coreanos o turcos haciendo barcos ni con los marroquíes fabricando coches. Nuestra ventaja comparativa se vino abajo como un castillo de naipes. Las reconversiones de distintos sectores -que comenzaron ya en la década de los noventa-, como el naval, se saldaron con decenas de empleos perdidos, con la precarización de vastas zonas del país y con un potencial de crecimiento mermado. Solo se salvaron unas cuantas empresas, las que innovaron para ofrecer al mercado internacional productos competitivos.
Cuando llega la crisis de 2008, muestra al rey, al campeón del crecimiento que aspiraba a entrar en el G8 como miembro de pleno derecho, tal y como estaba: completamente desnudo. Italia, pese a su precariedad institucional y los gravísimos desequilibrios de su sector financiero, aguantó mejor el tirón y lo hizo gracias a la poderosa industria del norte del país. En Irlanda, que llegó a ser intervenida, ni siquiera se rozaron las escandalosas tasas de paro que llegamos a anotar en España. Y el secreto vuelve a ser el mismo: la industria. Allí representa más del 30% de su Producto Interior Bruto (PIB), según los cálculos de nuestro Gobierno. Aquí apenas pasa del 16%. La estrategia industrial de España fija un objetivo para 2020 del 20% del PIB. Y ni siquiera vamos a llegar.
A estas alturas, nadie discute que la industria ofrece trabajos más estables que el sector servicios y, en muchos segmentos de actividad, mejor formados en habilidades técnicas, más competitivos y, salvo en los niveles directivos, con salarios más elevados. La tasa de paro en determinadas carreras profesionales es friccional. Pero no hay suficientes empleos o emprendedores que hagan industria por dos razones: el rechazo crónico del emprendimiento en detrimento de un puesto de trabajo para toda la vida y la aversión de los estudiantes a la Formación Profesional, estigmatizada durante décadas en los propios libros de escolaridad, que solo recomendaban seguir esa ruta al alumno con bajas calificaciones.
El necesario cambio de mentalidad que parece estar produciéndose debe incentivarse por las Administraciones públicas. Lo reconocen en el plan estratégico, pero pocas medidas se han articulado en los últimos años que puedan traducirse en hechos tangibles, salvo el célebre Plan de Descarbonización de la Economía de la ministra Teresa Ribera, que, a corto plazo, lo único que ha logrado es hundir la venta de vehículos.
El ciclo económico de 2008 se agota y hemos pasado los años de bonanza discutiendo formaciones de gobierno que no cristalizan. Y, cuando lo han hecho, se han dedicado a tratar de asegurar la reelección. Llegamos a la desaceleración peor pertrechados que hace una década, con el triple de déficit, el doble de paro y una deuda pública en niveles estratosféricos que apenas nos deja margen de maniobra. La última señal de alerta ha sido el Boletín Económico del Banco de España. Hemos perdido una preciosa oportunidad.
España ya no puede competir en bajos costes laborales, su modelo debe ser el de una industria, si no puntera, intermedia, basada en el desarrollo tecnológico, que aporte empleo sostenible, riqueza, capacidad de exportación y bienestar. Tenemos los mimbres puestos en sectores tradicionales, normalmente olvidados por los poderes públicos, como la industria alimentaria, que ha experimentado una espectacular transformación en los últimos años. Ha llegado la hora de quitarse las taras y complejos derivados de una negociación de entrada en la Unión Europea en la que Francia nos hizo suplicar la entrada. Esa debería ser la tarea prioritaria del próximo Gobierno. De lo contrario, nuestras empresas, ya internacionalizadas y con presencia firme en el exterior, no volverán a invertir en su país.
Los usuarios de vehículos como el patinete eléctrico aumentan día a día. Para evitar graves problemas en la seguridad vial, se necesita una normativa clara y a nivel nacional.