Armando Pego | 20 de octubre de 2019
“Lo que permanece lo fundan los poetas”, una acertada sentencia de Hölderlin que habría que volver a tomarse en serio.
Quienes se derriten con el concepto de innovación suelen esforzarse por borrar las huellas de sus éxitos conseguidos tras haber saqueado las intuiciones fundamentales de esa tradición que dan por superada. Como ya advirtiera Eugeni d’Ors, en estas circunstancias la amenaza del plagio no cesa de planear sobre las democracias europeas. Insaciables siguen siendo la vanidad como su inescrupuloso corolario: la codicia.
Más que una voluntad reconstructora, bajo el signo no pocas veces de la polémica, a la tradición le asalta con la mayor urgencia el sentido histórico de su misión. Las civilizaciones han progresado por la fuerza creadora que su tradición les inyecta. ¿De dónde han acostumbrado a extraerla? Por una lucidez crítica que se considera amortizada, debiera volver a tomarse muy en serio la famosa sentencia de Hölderlin: “Lo que permanece lo fundan los poetas”.
¿No resulta anacrónico, por no decir incomprensible, asociar todavía la experiencia poética y la implícita reivindicación de la virtud a la que ningún tipo de pedagogía, sin embargo, está dispuesta a renunciar? Aun así, ¿no siguen interrogándonos silenciosamente dos pasajes también célebres?
En la Poética Aristóteles sostenía que dos eran las causas naturales de la poesía: la imitación y la armonía y el ritmo. En el libro X de la República Sócrates ironizaba sobre si la poesía, épica o trágica, al fin logra el objetivo de imitar realmente la virtud ejercitando su oficio. La mímesis se mantiene alzada como la roca prometeica contra la que no deja de romper la liquidez disolvente de los procedimientos innovadores.
S. Eliot se refugió en el puerto seguro del artefacto literario como justificación última del acierto o no de un poema. En la ejecución -en la apergasia– Aristóteles sólo había admitido un argumento secundario sobre el fundamento de la poesía. El eje de la creación poética no sería tanto la realidad cuanto el principio de la imitación que se despliega sobre el mapa de las metáforas. Desolados e inasequibles, debemos admitir que este poema no es aquel cielo que hirió nuestra memoria. ¿Acaso hemos abandonado la esperanza? Como dirían los escolásticos, somos todavía conscientes de que forma dat esse.
En la forma sola, pura potencia, se contiene misteriosamente la plenitud del acto. Imite lo que haga, el poema, antes -o después- de nada, es. Engendrado en la belleza, lo traspasa el amor de la realidad. La creación es una cuestión radical de ser y todo ser no deja de reproducir el acto original de la creación.
Me temo que todas estas reflexiones teóricas pueden recibirse poco menos que como la vuelta de tuerca de viejos malabarismos mentales. Me consuelo pensando que los ha suscitado de nuevo la lectura reciente de las Poesías completas. 2019 de Miguel d’Ors. En su aristotelismo, tan irreductible a una experiencia meramente realista, he creído descubrir un cauce (neo)platónico que se manifiesta de diversas maneras, a través tanto de una variada métrica modernista como de los ecos sorprendentes de un melancólico romanticismo. En la cadencia de La alondra de Shelley, traducido a su vez de un poema de Thomas Hardy, el lector, entre espejos, espera “esa mínima pizca de polvo inestimable” a cuya búsqueda ha enviado la imaginación, “porque hizo que un bardo conquistara, / con pensamiento y música, las alturas del éxtasis”.
Poesías completas 2019
Miguel d’Ors
Editorial Renacimiento
692 págs.
37,91€
La disposición del ánimo y la estructura del tradicionalismo inquieto d’orsiano explica esa voluntad explícita de considerarse un artesano. En el taller donde se trabaja cada poema la identidad de su voz poética se interroga sobre quién dice “yo”. No es ni un demiurgo ni un simple poeta, sino esa infinidad de Miguel d’Ors que, satíricos o (auto)epigramáticos, navega en la kon-tiki camino de las nieves de Wyoming donde podrá convocar “Cualquier cosa distinta. Cualquier cosa / antes que la maldita realidad”.
En busca de la luz más más pura o la música más extremada, el arte poética d’orsiana, como crónica o códice, no busca tanto salvar el instante cuanto hacer de recuerdos, imágenes, colores un mundo que, irrecuperable, queda a salvo en el tiempo de la lectura. Los lectores son secretamente conjurados a armonizarlo con el ritmo de las palabras manchadas sobre un papel. “La infancia es sobre todo / trabajo de ficción”, “eso que es más verdad que la verdad”, “brillando para siempre en unos versos / que una tarde futura escribiría”.
A fin de cuentas, el poeta, como Adán, no toma posesión de la realidad hasta que pone nombre a la alondra, al Almofrey o a Carballedo. Todo lo que cuenta y canta ocurrió “para que tú nacieras / desde que aquellas Manos amasaron / el limo primigenio. Modelado / también para que de él esta mañana / brotara este poema”. Carne de su memoria, por puro amor, nada debiera perderse cuando ya no esté. Quedará entonces la cadencia perdida, y presente, de su voz.