Isidro Molina | 07 de noviembre de 2019
En ocasiones manejamos un discurso universitario de “búsqueda de la verdad”, “de excelencia”, de “humanismo cristiano”… pero después en la pura realidad no se dan pasos concretos.
Un autor se preguntaba: ¿qué es la cultura cristiana?, y respondía que esencialmente la Misa, que el fin del trabajo no es la ganancia sino la oración y que la primera ley ética del cristiano es vivir para Cristo, y que vivir es amar.
Todo esto y más es la universidad y para lo que fue creada, y está muy bien. Pero ¿cómo hacer todo esto? Sin duda, es la tarea más apremiante de los que nos dedicamos a nuestra universidad, llena de multitud de reclamos, sin duda importantes, pero que tienen el riesgo de ocultar lo esencial. ¿Qué es lo esencial? Saint-Exupéry escribía que lo esencial es invisible a los ojos, que solo con el corazón se puede ver bien.
Fue Dostoyevski en El Idiota quien sentenció que la Belleza salvará al mundo, que se puede vivir sin pan y sin ciencia pero no se puede vivir sin Belleza, porque entonces perdemos el sentido del vivir. Por tanto, revestirse de Belleza para que esta Belleza contagie el corazón de todos nosotros es tarea urgente. Tenemos en las aulas lo mejor de la sociedad de nuestra patria, jóvenes que viven en una edad secular y sometidos a un bombardeo incesante, a una colonización mediática como quizá nunca antes en la historia, esta colonización que afecta a las relaciones personales cada vez más líquidas, a la avalancha de inmediaciones pedagógicas, a la eliminación y burla de cualquier medida disciplinar que desautoriza y excluye cualquier tipo de autoridad, una dependencia de los medios de internet que difícilmente se separa de la adicción, entre otras muchas cosas.
En este curso en el que se ha canonizado al cardenal John Henry Newman, ¿qué nos puede recordar y enseñar este converso al catolicismo? Que en la universidad se tiene que dar una apertura universal a la realidad para que, abriéndose al todo, la inteligencia y las distintas disciplinas puedan tener una mirada sobre la realidad que se abra al mundo y al todo, por eso no puede haber una universidad que no sea católica, no el sentido confesional, sino en el sentido etimológico (kata- holos, toda la verdad según el todo).
Los jóvenes, como nosotros, tienen ocasión de encontrar datos, datos y datos, pero ¿tienen formado el intelecto para tener rectitud de juicio, para ser hombres prudentes y honestos, para abrirse con verdadera solicitud en la búsqueda de la verdad? Ese es el trabajo de todos los que nos dedicamos a este mundo, yo pediré a Quien todo lo puede por ello, para que sea posible que embarcándonos en la ruta del sentido lleguemos a puerto seguro.
Pero observo desde hace tiempo algo que nos hace daño. Es que en muchas ocasiones manejamos un discurso correcto de “búsqueda de la verdad”, “de excelencia”, de “humanismo cristiano”… pero que después en la pura realidad no se dan pasos concretos. Un ejemplo para mí muy visible es la necesidad que muchos profesores y yo mismo hemos visto de la pertinencia de crear un espacio en el calendario, un día a la semana en que se suspendan las clases, de tal modo que se puedan libremente proponer distintas ofertas, no necesariamente curriculares, pero sí académicas, religiosas y culturales que generen un espacio de convivencia real, pues hoy prevalece el estar conectados pero no comunicados. Pero por más que se insiste y por más que escucho promesas de “este curso lo haremos”, de hecho, no se hace.
Entendiendo las muchas dificultades de una propuesta así, el resultado es que en lo concreto no se realiza. Lo que conlleva a una hipocresía manifiesta. El hipócrita es el que no hace lo que dice, y no lo hace no porque no lo crea sino por debilidad, intuye y cree que lo que dice es verdad y le gustaría poder realizarlo, pero por debilidad no lo hace. La hipocresía se sostiene un tiempo tras el cual el hipócrita con mucha probabilidad se convierta en un cínico. Y es que el imperativo de la eficacia y la utilidad proyectado sobre la educación universitaria produce la paradoja de una enseñanza nunca suficientemente actualizada, porque dicha puesta al día se lleva a cabo con mayor eficiencia en los espacios profesionales que en los académicos.
Con lo que no basta decir las cosas, sino que hay que caminar dando pasos, pasitos o a veces a rastras, pero avanzar en el camino correcto, porque nos convertimos en aquello que hacemos, que embarcándonos en la ruta del sentido lleguemos a puerto seguro, que es el camino de la Belleza, la Verdad y la Bondad, que para nosotros tiene un rostro. Para esto se necesita poner a la autoridad en su lugar, autoridad viene del verbo latino “auger”, hacer crecer; el poder se tiene evitando que otros lo tengan, la autoridad solo se consigue si otros te la dan, nos recuerda un profesor de esta casa. Poner la autoridad al frente de la educación del carácter es, pues, crucial.
Tenemos numerosas herramientas para la gestión y el adiestramiento, que son importantes e imprescindibles. Pero la inteligencia que dirige a buen puerto necesita cualidades del carácter, cualidades morales que nos protegen de la hipocresía y del cinismo: la templanza, la prudencia, el coraje, la perseverancia, la fortaleza, la moderación, la magnanimidad.
La universidad, como la patria, necesita desesperadamente líderes y fieles con conocimiento, que amen verdaderamente la verdad, que el fin de la universidad, como de toda obra humana, es volver hacia Aquel del que nos alejamos, como decía Pompeyo el Grande a sus marineros en Alejandría: “Naviagare necesere est, vivivere non necesse”.
En el afán por la innovación docente late una desviación respecto de la esencia de la institución universitaria.
El objetivo del sistema educativo es que cada alumno se desarrolle según el máximo de sus capacidades.