Jaime García-Máiquez | 19 de octubre de 2019
Para acercarnos a Calderón de la Barca necesitamos interiorizar los sentimientos de sus personajes y descubrir la intensidad poética. Difícil tarea en estos tiempos de rápidas lecturas.
Siempre es útil dedicarle atención a lo que con ferocidad o sarcasmo critica un progresista: acaba invariablemente por ser algo digno de nuestro elogio. Al descubrir la verdad, aquella visión oscura –negativo fotográfico- se revela como una realidad nueva, insospechada, luminosa.
Es lo que me ha pasado con la fama de Calderón de la Barca. Leyendo artículos universitarios sobre su vida y sus obras, varios catedráticos recordaban que en el último cuarto del siglo XX era frecuente escuchar comentarios despectivos hacia aquellos profesores, e incluso alumnos, que dedicaban su interés hacia él. Lo vinculaban con el… llamémosle, Régimen Anterior. No sabía uno, en su ignorancia, que se hubiera hecho un uso partidista del dramaturgo.
La historia venía de lejos, claro, como todas las historias. Pero un acontecimiento relativamente cercano, de apenas un siglo, aún resonaba en algunos como una maldición: el improvisado brindis por Calderón que el gran Menéndez Pelayo “soltó” para disgusto de muchos en el homenaje que la Real Academia le organizó en el Parque de Retiro el 30 de mayo de 1881. Un brindis que para ser justos hay que situar en su época, aunque yo mismo brindaría ahora por muchas de las cosas por las que lo hizo don Marcelino aquel día: «la unidad de España con Portugal (lo que la Geología ha unido que no lo separe el Hombre), «por la Casa de Austria», «por las grandes ideas», «por el poeta español y católico por excelencia», «por El alcalde de Zalamea», etc. Como es natural, la inquisición laica de lo políticamente correcto no puede permitir la adhesión actual de algunos, siquiera de los más obvios, anhelos que entonces se proclamaron.
Qué sabios estuvieron –reconozcámoslo- aquellos que tomaron la figura de don Pedro Calderón de la Barca como bandera de un patriotismo en “restauración” tras aquella Guerra, que como todas las guerras civiles no se acaba nunca. La existencia de Calderón fue una Comedia en tres actos: la vida bohemia como poeta, estudiante, pícaro y escudero; un segundo acto como autor teatral de éxito en la Corte de Felipe IV y en el Madrid popular del siglo de Oro; y como colofón, la vida sacerdotal, dónde como escritor combinó todo lo que había aprendido hasta entonces.
En todos los actos, el protagonista no dejó de interpretar su papel de hombre temperamental, pesimista y burlón, deslenguado y retraído, risueño y exaltado, con documentadas riñas, como aquella en la que junto a sus hermanos –a los que adoraba- mataron a un empleado del Duque de Frías, alguna relación extramatrimonial que dio como fruto un hijo que murió antes que él, y un capítulo final de austera vida como sacerdote, dedicada en parte a ese invento vanguardista de los Autos Sacramentales, donde el espacio dramático resulta ser la mente humana. En definitiva, una pintoresca vida de teatro, lleno de esfuerzo y éxito, de reflexión humana y divina, y con un final tan ortodoxo como feliz.
Brindo por todas las ideas, por todos los sentimientos que Calderón ha traído al arteBrindis de Menéndez Pelayo en 1881
Como dramaturgo predispuesto a expresar las sutilezas psicológicas del comportamiento humano (tema esencial en el teatro), Calderón es perfecto. No con esa perfección algo abstracta de los mejores poemas de Góngora o Quevedo, sino con aquella en que razón y corazón se alían con un lenguaje determinado y con una métrica precisa para expresar de la mejor manera posible unos sentimientos vinculados con una acción dramática. Ni siquiera Lope de Vega está a la altura de su férrea ingeniería teatral: inteligencia, técnica, imaginación, psicología, el dominio de la tragedia y el humor…, todas aglutinadas en un refinamiento lleno de fuerza, en un dramatismo exquisito. Uno siente al leer algunas de sus décimas que lo que expresa es materialmente imposible haberlo dicho de una manera mejor. Los hados se alinearon (imagen muy calderoniana) a favor del talento de aquel hombre para configurar el que sin duda es el mejor dramaturgo español.
Como ya se dijo en eldebatedehoy.es, se está representando La vida es sueño en Madrid: no quedan entradas. Lo cual es una tragedia –muy calderoniano todo- estupenda: es una oportunidad para enfrentarnos al texto mismo. Un face to face con don Pedro. ¿Se lee hoy día a Calderón? Su poesía es en un 75 % circunstancial, sin que haya atisbos evidentes de desahogo sentimental –a lo lope- en ella: poca poesía religiosa, nada amorosa. En fin, no cabe duda que su alma está en el teatro.
Pero para llegar a ella hay que ir a ver las obras, algo que, como se ve precisamente, puede llegar a ser difícil. Además la calidad de su texto solicita más bien una lectura sosegada, a la que por cierto la afectación de algunos de nuestros actores no ayuda. En la lectura hay que comprender el argumento de la trama, aprender a sentir lo que sienten los personajes, interiorizarlo, y hacer de ese sentimiento… de ese sentimiento como de segunda mano, algo propio, íntimo. Por último hay que extraer de ella esos momentos de inigualable intensidad poética. Para el estresado lector del siglo XXI es un camino largo, demasiado largo, al alcance de unos pocos.
Además de representarlo, que es lo que más feliz haría a Calderón, escenógrafo por destino, es una oportunidad para agenciarse la antología que, con su habitual tino, hizo Luis Alberto de Cuenca de los mejores poemas extraídos de su teatro: Calderón. Poesía (Ed. Renacimiento, 2014); sus trescientas páginas se quedan cortas. Es lo que más felices hará a los lectores. En fin, siempre es buen momento para brindar por Calderón, y ya de paso por la Casa de Austria, por la unidad de Iberia, por El alcalde de Zalamea…
Después de ocho años en la dirección de la CNTC, Helena Pimenta se despide con una producción de «La vida es sueño» que confiere un carácter innovador y palpitante a la obra de Calderón.
Un postrero soneto de Lope de Vega que nos recuerda el valor inmaterial de las pequeñas cosas en medio del ruido y la vorágine de nuestros días.