Armando Zerolo | 22 de octubre de 2019
El momento del abandono es breve, dura lo que se tarda en cerrar una puerta, pero el espacio que queda es enorme.
La puerta de una casa en ruinas sostiene la fachada. El dintel ha colapsado y descansa sobre el tablero de cuarterones. La puerta principal es la última viga de la casa, el pilar que mantiene en pie la apariencia. El tejado duerme en el suelo del salón en un lecho de barro, madera y piedra, junto a un cazo de hierro de esmalte granate, un trillo y algunas baldosas hidráulicas. Nada hace pensar que aquella casa hubiese sido abandonada conscientemente. Como todas las casas abandonadas tiene la puerta cuidadosamente cerrada y en su interior hay un orden dispuesto a acoger al que volverá pronto.
Es fácil imaginar al que la cerró por última vez, comprobando que la luz estaba apagada y las ventanas bien cerradas. No sabía que esa sería la última vez, que esa puerta nunca volvería a abrirse y que solo en su memoria se conservarían los ruidos y los olores del hogar. Es raro ser consciente del abandono porque se suele presentar con la forma de un “hasta luego”. No nos despedimos de un amigo con un “hasta nunca”, ni cerramos la casa del pueblo “para siempre” y, sin embargo, basta la negligencia del tiempo para que entre nosotros y las habitaciones de nuestra vida se interponga la distancia insalvable del desafecto.
Mucho antes de que la pátina del tiempo cubra los objetos cotidianos del esplendor de lo antiguo, mucho antes de que nuestra mirada nostálgica repose sobre la belleza de las ruinas, mucho antes de que algo se convierta en antigüedad, mucho antes de que repose en la vitrina de un museo, mucho antes esas cosas fueron simplemente viejas, objetos desechables, pesos insoportables sobre nuestras ganas de vivir. No abandonamos las cosas, eso es raro, normalmente damos un paso atrás para coger aire y respirar. El desafecto de la costumbre nos hace ver que las habitaciones no abrigan, que el hogar no calienta y que el viejo sillón orejero ya no es el trono sobre el que reposa nuestra realeza fatigada. Y así una mañana doblamos las mantas, guardamos la vajilla y cerramos la puerta buscando un mundo nuevo porque en el antiguo encontramos más desamparo que cobijo.
El momento del abandono es breve, dura lo que se tarda en cerrar una puerta, pero el espacio que queda es enorme. Queda un gran vacío dejado por aquello en lo que ya no creemos y que lo que está por venir aun no es capaz de ocupar. Vivimos entonces en el salón de una casa que no es de nadie, en un gran espacio en venta en el que nos podríamos imaginar viviendo, pero no descansando. Esos cuartos vacíos son difíciles de habitar, los ecos se multiplican en las paredes sin recuerdos y no hay una mesa a la que invitar a nadie.
Hace falta más valor para defender la imperfección de los objetos cotidianos que para acabar con ellos
Cuando cerramos la puerta de la casa no nos damos cuenta de que la casa, como el pueblo, sus leyes y costumbres, abrigaban nuestro cuerpo y nuestra alma de las inclemencias de la vida. La cultura es la habitación en la que vivimos. Pero hay épocas en los que las ideas en las que estamos dejan de dar sentido a lo que hacemos. Hay días en los que nos sentimos cansados de lo de siempre y dejamos de cuidarlo. Hay un instante de sol en el que vemos que por la grieta de una pared se abre camino una higuera. Y hay entonces un momento en el que se para el tiempo y nos estremecemos al ver que la naturaleza ha vencido a la cultura, que la derrota es bella y la herida enorme. Y aquí ya no se nos ocurre qué hacer porque en ese instante eterno la distancia que nos separa con la vida de las ruinas es insalvable. Así me imagino a los que desde Sarajevo contemplaban las ruinas de Viena, porque siempre es más difícil defender el viejo Imperio que lamentar su pérdida.
Vivir el instante del abandono es vivir defendiendo lo que se pierde sin saber lo que viene. Es darse cuenta de que las viejas instituciones no se sostienen con el vigor del que las creó y sufrir con aquellos que ven la solución en su rápida demolición. Entiendo ahora que hace falta más valor para defender la imperfección de los objetos cotidianos que para acabar con ellos y echarse la manta al hombro. Quizás empiece a intuir que en la mentalidad del revolucionario reside la desesperación del que no reconoce su hogar como un lugar donde habitar.
Internet y los bajos impuestos no lograrían por sí solos repoblar la España vaciada, pero ayudarían mucho a solventar el problema.
Hay poca voluntad de solucionar aquello que provoca la huida, no ya a las capitales de provincia, sino a las grandes urbes, donde la vida gana en servicios pero pierde en identidad.