España es el único país europeo con un cuerpo de autores extranjeros que firma algunas de las obras historiográficas más influyentes sobre la nación.
España es el único país europeo con un cuerpo de autores extranjeros que firma algunas de las obras historiográficas más influyentes sobre la nación.
La contribución de autores extranjeros para dar luz a la etapa imperial de España (siglos XVI y XVII) ha cambiado desde hace décadas la visión que teníamos sobre muchos reyes y personajes untados de leyenda negra por los cuatro costados. Nombres como Hugh Thomas, Philip W. Powell, Joseph Pérez, Henry Kamen, Stanley G. Payne, John Elliott o Geoffrey Parker han firmado obras fundamentales de nuestra historiografía, tanto por lo original de su enfoque como por la ingente investigación que tienen detrás. Parker dedicó varias décadas a completar su biografía sobre Felipe II, del que nunca se había escrito una obra tan ambiciosa, gracias a las facilidades y recursos que dan las universidades anglosajonas para la investigación.
Los hispanistas, sin duda, revolucionaron para mejor nuestra historiografía. Dado lo asumida que tenemos los propios españoles la idea de que nuestro país y nuestra historia son una anomalía, era capital que desde el extranjero autores de prestigio internacional vinieran a desmentir prejuicios que parecían irrompibles. A terminar –como hizo Kamen a nivel académico– con el mito de que la Inquisición logró asfixiar intelectualmente a España e hipotecar su futuro. O recordar, como hizo Pérez, hijo de unos inmigrantes valencianos, que la leyenda negra no era un invento del nacionalismo español o un efecto colateral de la desmedida autocrítica patria.
Debido al prestigio labrado por los hispanistas o tal vez a la necesidad que había de ellos, a estos historiadores extranjeros se les recibe desde entonces con una alfombra roja, la misma que a veces se le niega a los españoles. El ya fallecido Hugh Thomas, autor de una obra rompedora sobre la Guerra Civil allá por los años sesenta, contaba que cuando vino al país con el propósito de escribir sobre este conflicto todos los historiadores con los que habló trataron de disuadirlo sobre sus intenciones, advirtiéndole de lo reacios que eran todavía los españoles a hablar de este episodio tan oscuro. Thomas no solo accedió a fuentes inaccesibles para los españoles y sacó adelante la obra, sino que se convirtió en una referencia sobre la Guerra Civil, cuyo mayor elogio es que no agradó ni a «los hunos ni a los hotros«.
Elvira Roca Barea escribió hace unos años un libro sobre la vigencia de la leyenda negra, la famosa Imperiofobia, que solo actualizó algunos de los postulados sobre este tema que ya en los años noventa defendían punto por punto autores extranjeros. Es cierto que lo hizo con un tono poco habitual en la historiografía española, con un vendaval de datos y poniendo nombre y apellidos a quien promueve la hispanofobia, pero nada justifica las acusaciones de ‘ultranacionalista’ y hasta ‘anticonstitucional’ que recibió Roca Barea y que, por supuesto, no sufrieron Kamen o Pérez en el pasado. Todo ello lleva a pensar que no existe la misma vara de medir para lo que pueda sostener un autor extranjero que para lo dicho por un español.
Hay algo en los apellidos anglosajones, los mismos que crearon muchos de los falsos mitos sobre los españoles, que aumenta su crédito a oídos de los españoles. Yo mismo, como periodista que cubre temas de historia, he comprobado de primera mano que si el historiador tiene nombre de fuera aumenta el interés por entrevistarlo, incluso cuando a veces tiene una trayectoria académica pobre e inferior a historiadores españoles cuyos libros pasan inadvertidos. Esto se debe al recelo con el que los españoles más académicos miran a la prensa, tal vez poco esperanzados o interesados en que sus libros lleguen a un público masivo. Pero, sobre todo, a la sensación de inferioridad que arrastramos los españoles en el extranjero.
Al igual que el teatro español del Siglo de Oro, redescubierto por los alemanes en el siglo XIX, hasta que no han venido historiadores de fuera no nos hemos dado cuenta de lo colosal que es nuestra historia. Pues la verdadera anomalía de España no es su atraso científico o cultural respecto al resto de Europa, inexistente salvo en periodos muy concretos de crisis, sino la incapacidad de los españoles para ver lo que tienen delante de sus ojos. De comprender la envergadura de la empresa imperial española, capaz de explorar, poblar y civilizar todo un continente, convertir el océano Pacífico durante casi un siglo en su particular lago y llevar a las cotas más elevadas las ideas del humanismo. Solo si nos lo dicen desde fuera lo creemos.
Al sacralizar a los hispanistas, cuya labor no cabe duda es muy valiosa, hemos olvidado que la historia es un combate entre naciones por imponer su versión de los hechos. Un campo de batalla entre corrientes del pensamiento e incluso entre seres humanos que buscan vindicar sus investigaciones sobre las de otros. Donde cada país intenta destacar aquello que más influencia ha tenido en su devenir y que, normalmente, mejor lo retrata. Que la mayor parte de los hispanistas se haya interesado por Felipe II tiene mucho que ver, no con la grandeza de este rey español, sino con que fue consorte en Inglaterra y que protagonizó un hecho tan fundamental para la nación anglicana como la mal llamada Armada Invencible.
Pensar que autores extranjeros educados en tradiciones protestantes y en países que tienen a España como el villano de sus mitos fundacionales pueden estar completamente libres de tópicos es un acto de ingenuidad total por parte de los españoles. Precisamente por ser foráneos, los hispanistas están más expuestos a tópicos enraizados en el extranjero. Sin ir más lejos, Geoffrey Parker sigue, años después, obcecado en la idea de que la Armada Invencible de Felipe II contaba con peores cañones que los barcos británicos, síntoma de mayor desarrollo artesanal, a pesar de que sus conclusiones se basan principalmente en el estudio de un solo pecio, La Trinidad Valencera, y en la creencia de que los españoles dispararon poco por incapacidad y no, como defienden Agustín Rodríguez González y otros expertos navales como Antonio L. Gómez Beltrán, por causas más complejas y la necesidad de guardar munición debido a la lejanía de sus puertos. En este sentido, Luis Gorrochategui, autor del libro Contra Armada, ha demostrado que no todos los barcos españoles dispararon poco, y algunos infligieron graves daños a la flota inglesa.
Otro ejemplo de tic hispanófobo se puede detectar cuando Kamen asegura, en su imprescindible obra sobre Felipe V, que la España que se encontraron los Borbones era una enorme meseta empobrecida, a pesar de que es uno de los países más montañosos de Europa. Ian Gibson es capaz de elogiar a España como el país que, literalmente, le «salvó la vida», al mismo tiempo que afirmó hace dos años en una entrevista radiofónica que «en el país falta una ración de protestantismo. Los países católicos son más corruptos». Stanley Payne, por su parte, escribió en el año 2017 un recomendable ensayo titulado En defensa de España (Espasa), cuyo mayor defecto es, como argumenta en su canal de YouTube Jesús G. Maestro, profesor en la Universidad de Vigo, que el norteamericano no conoce lo suficiente la literatura española. El desconocimiento es el padre de todos los prejuicios…
No cabe olvidar, además, que ningún otro país europeo, tal vez a excepción de Rusia, tiene un fenómeno parecido al de los hispanistas, es decir, un cuerpo de autores extranjeros que firman algunas de las obras historiográficas más influyentes sobre la historia del país. Porque no, obviamente las mejores biografías sobre la emperatriz Victoria no las firma un sueco o un portugués… del mismo modo que las mejores obras sobre la labor de la longeva Inquisición en Francia, que de hecho nació sobre este territorio, no las firman historiadores españoles. Es más, no las firma nadie. Apenas hay artículos al respecto.
Recordar a los españoles que no son una anomalía negativa en la recta historia de Europa es el primer paso para taponar la hemorragia y rearmarse ideológicamente frente a los que desean una España débil.
Las primeras palabras de Neil Armstrong se escucharon, antes que en ningún sitio, en una de las bases españolas de la NASA.