Jesús Montiel | 10 de noviembre de 2019
El perdón no está de moda porque se asocia a la debilidad, cuando es al contrario: nunca soy más poderoso que cuando perdono.
Nuestro mundo infantiloide no sabe pedir perdón. Las sesiones parlamentarias, donde reina el revanchismo, son la radiografía de una sociedad soberbia, que ha escapado de la órbita del amor que fundara Occidente. Ningún partido político absuelve a su oponente y el hermoso error, esa formidable capacidad de equivocarnos que garantiza la libertad, está mal visto: los líderes han de ser intachables. Coherentes, se dice.
También escasea el perdón en los programas televisivos y en las relaciones sentimentales. Nadie está dispuesto a crucificar sus motivos y todos buscan lo idéntico creyendo estar a salvo de los obstáculos. Tampoco en las aulas se enseña el perdón. Nuestros jóvenes crecen sin un estímulo espiritual y buscan la épica en los placeres primermundistas, se refugian en las banderas en busca de una identidad nunca saboreada o publicitan sus vidas en las redes para escapar de sus soledades.
El perdón es la cosa más rara del mundo. Que uno sea justificado sin merecerlo. Indultado gratis. Que dos personas puedan envejecer unidas siendo incompatibles. Claro que un perdón así no está en las fuerzas de uno. Nunca es un esfuerzo, pues muchas veces, aun queriendo perdonar, hay barreras que nos lo impiden, una resistencia llamada orgullo, antigua como los dinosaurios. Sí la decisión, una actitud concreta.
Pero el perdón, además de raro, es la cosa más bonita del mundo. El auténtico. Y también es peligroso. Quien perdona a quien le hace un mal es indestructible, quien ama a su enemigo. El perdón no está de moda porque se asocia a la debilidad, cuando es al contrario: nunca soy más poderoso que cuando perdono. Cuando aniquilo mi ego y soy el escenario de la gracia. ¿Qué puede hacer uno frente al perdón sino rendirse?
El verdadero perdón es un avance del cielo. Transponer el arrecife del orgullo para llegar al otro. Hoy no hay perdón porque la gratuidad no tiene sentido en una sociedad contaminada por la lógica mercantilista. Por eso faltan pactos políticos y matrimonios duraderos. Porque el ecosistema donde vivimos está infectado. Respiramos un aire con olor a euro bajo un cielo sin dioses. Y sin embargo, aunque escaso, el perdón sigue ocurriendo secretamente. Es mi casa, por ejemplo, cuando las palabras que me han separado de mi mujer sirven después para reunirnos y los dos miramos el horizonte en lugar de las faltas del otro.
Sin duda, el cielo, estoy seguro, tiene que ser la experiencia de este perdón, pero centuplicada. Sin fecha de caducidad. Creciendo cada uno ilimitadamente en el regazo de ese abrazo inmerecido, totalmente injusto. Y al lado el tiempo roto, como una cáscara de huevo.
En la distinción correcta entre derechos y deseos nos jugamos el convertirnos en una democracia sólida y madura o en una caricatura de la misma.
El truco para escapar de la costumbre es amar la costumbre. Entonces todo es nuevo aun siendo lo de siempre.