Jaime García-Máiquez | 16 de noviembre de 2019
El Museo del Prado, esa «especie de Patria» que diría Gaya, cumple 200 años de historia. En sus salas se puede sentir el fino instinto español para el talento.
En principio, ¿qué son Las meninas sino un trapo manchado? Ahí, a la vista de todos, un trozo de tela llena de colores donde alguien ha estado jugando a copiar una parte insignificante del mundo… Es verdad, pero si un hombre empezó hace más de cuarenta mil años a copiar la realidad para transformarla, dotándola de un trasfondo significativo, y desde entonces no se ha dejado nunca –generación tras generación- de contemplar las cosas con el fin de pintarlas… avanzando, creciendo, dialogando, entonces, como digo, esas “manchas sensibles” se convierten en un testimonio humano insustituible que nos hermana, capaz de relacionarse con otros muchos.
La riqueza de la Pintura se ha ido alimentando de su propio pasado cada vez con más avidez y provecho, y eso hace de Las meninas algo más que una tela sabiamente manchada de color, la convierte en un referente cargado entre otras cosas de futuro, como se ha demostrado con su amplia influencia. Por la misma regla de tres, eso hace también que un museo no sea un centro de información histórica sin más, donde objetos de todo tipo, un tanto descarnados, desligados del lugar para el que fueron realizados, se exhiben ante nuestra entrometida mirada displicente. No, un museo, aunque sea pequeño, pobre, es un testimonio de lo que ha habido –y lo que hay, por tanto, y lo que habrá- de sabio y artista en cada hombre.
Este 19 de noviembre, el museo que más pinturas tiene del mundo (ocho mil trescientas siete), el Museo del Prado, cumple 200 años. Qué pocos, ¿no?: el abuelo de mi abuelo Nicolás pudo estar allí aquel viernes de 1819, y conocer, no sé, a mi futura retatarabuela ese día memorable. ¿Es el mejor museo que existe, como tantas veces hemos dicho? Si pensamos en términos de historia del arte (que es como ahora se piensan los museos), por supuesto que no. Pero si pensamos en la pintura, en la gran pintura italiana, flamenca o española… el Prado es, sin dudarlo, el museo que alberga las mejores pinturas de los mejores pintores. Su fama viene de eso “solamente”. El museo de los grandes pintores. La cueva luminosa de la Pintura.
La historia del Prado es conocida. Se inaugura como Museo Real de Pinturas y Esculturas en el Edificio Villanueva por Fernando VII y Mª Isabel de Braganza, destinado en principio para Museo de Historia Natural, abriendo solo dos días por semana. En 1868 se nacionaliza, es ya de todos, con lo que a partir de entonces no se podrá dividir la colección con herencias reales. Ese mismo año se incorporan las miles de pinturas religiosas incautadas en la desamortización de Mendizábal (1835), desamortización ruin y ruinosa… pero cómo entender hoy el Prado sin las pinturas de los retablos de El Greco, Zurbarán o Murillo.
El museo irá creciendo a medida que entramos en el siglo XX, en su administración, investigación, salas expositivas, etc. Tiene su cinismo la paradoja de que la llegada de la II República, celebrada con la quema de conventos, retablos, pinturas y esculturas en toda España, haya pasado a la historia como la que da los primeros pasos legislativos en la protección de patrimonio español (Constitución de 1931, artículo 45; y Ley del Patrimonio de 1933), de la que el Prado tanto se ha beneficiado.
La Guerra Civil y el museo ha generado una extensa bibliografía y controversia, como es natural. El Gobierno del Frente Popular, mal llamado “legítimo”, vinculó injustamente desde el primer momento su suerte al destino del Prado y decidió trasladar, en complicados viajes en camión, las pinturas a Valencia o Cartagena, Barcelona y finalmente Ginebra, «lo que suponía primar los valores simbólicos frente a los criterios de conservación», como ya se ha dicho.
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Pero la historia del Prado en la Guerra Civil es importante en la conciencia colectiva de los españoles, porque las pinturas –en su indefensión material-, vistas en su conjunto como un símbolo de identidad y utilizadas como herramienta de propaganda, se convirtieron en protagonistas también de la contienda, y de alguna manera también en sus víctimas.
Hay un texto memorable de Ramón Gaya en el que habla del museo «como [de] una especie de Patria». Sería posible ir aún más allá y hablar del Prado como la Patria misma, sí, el núcleo irrebatible de la tierra natal donde nos sentimos ligados como nación. Y en un sentido más fraternal (patria es relativo a padre etimológicamente), creo que todos sentimos el museo como la Casa del Padre, un lugar de memoria que convoca, allí donde volvemos siempre, donde encontramos la seguridad de nuestras verdaderas raíces, la roca donde encaramamos para mirar el futuro. Esto se incrementa, se fundamenta, como hizo notar María Zambrano, por una comunicación especial de los españoles con la Pintura sobre todas las demás artes, y quizás sobre todas las demás cosas.
Por último, hay que recordar que, a diferencia de otros museos nutridos del expolio o la fría catalogación histórica, el Prado es una colección “familiar”, nacida de la pasión de unos pocos reyes y unas pocas órdenes religiosas, donde se dan cita momentos esplendorosos y difíciles del pasado de nuestro país, que han sido transfigurados por la Pintura. También en sus salas uno siente el fino instinto español para el talento, el suyo propio o el talento extranjero que pudo hacer venir a sus palacios. Hemos heredado un Patrimonio formidable, increíble, y estos doscientos años son una ocasión feliz para recordarlo.
Una exposición en la que las esculturas acompañan al visitante por las salas de la pinacoteca.
Un paseo por varios museos de Madrid que quizá no conozcas.