Jesús Montiel | 24 de noviembre de 2019
Es un misterio, pero ocurre que personas que tratamos a diario son menos importantes que otras a las que hemos conocido en un capítulo determinado de nuestra vida, como Priscila.
Una mano surge al otro lado del amasijo de hierros. La mano es de Priscila, mi amiga, la única. Priscila tiene aire de heroína romántica con esa melena roja, el rostro anémico y pecoso. Es la imagen que conservo de nuestra amistad. Una escena muda bajo un puñado de nubes urgentes. Ella y yo en el patio de chinos del colegio donde sufro y su mano rescatándome del laberinto en el que solemos adentrarnos durante un otoño que nunca ha dejado de suceder.
Han pasado tres décadas y me pregunto qué rostro lleva ahora Priscila cuando sale de casa. Cómo se agobia con sus hijos, si los tiene, cuál es la manera en que expresa el desprecio que siente en ocasiones hacia ese hombre que no la quiere. Dónde trabaja o si tiene una ventana donde soñar otra vida. Si está todavía a este lado de la muerte o vive ya en las entrañas de la misericordia.
He viajado hasta ti, Priscila, como hago siempre que me quedo atascado en las tripas de uno de mis muchos laberintos
Es un misterio, pero ocurre que personas que tratamos a diario son menos importantes que otras a las que hemos conocido en un capítulo determinado de nuestra vida, como Priscila. Mi amiga, la única. Porque hay personas que duran siempre. Priscila y yo llevamos treinta años jugando en ese patio cuadrado con chinos y árboles inmortales, trepando los hierros del laberinto de colores y oteando el patio gigantesco donde juegan los niños que no son tímidos.
Hace nada estaba yo en mi pequeña habitación con velas, libros e iconos, atrapado en una tristeza cuyo origen desconozco y que a veces me hace su prisionero. Y he divisado entonces, tras la ventana, a dos niños de no más de seis años bordeando el río. Iban de la mano bajo la lluvia y sonreían sin constiparse, como dos fantasmas. Después, no he podido evitarlo, he viajado hasta ti, Priscila, como hago siempre que me quedo atascado en las tripas de uno de mis muchos laberintos. He cerrado los ojos y has aparecido con tu vestido azul, tendiéndome tu mano muy blanca.
Ahora, dejado atrás el laberinto, he salido de casa y disimulo como puedo, querida niña. Juego a ser adulto en un centro comercial más enorme que nuestro patio pero no menos infantil donde los hombres juegan a ser inmortales.
Nuestra época detesta la muerte. Pero una sociedad donde la muerte no cabe, donde se apartan nuestros límites y se promete la vida eterna, es una sociedad, paradójicamente, más muerta que otras que la incluían.
Muy pocos resisten a las transformaciones que va experimentando una biblioteca, que es un ser vivo. Alguien que ve un sistema planetario en unas motas de polvo es alguien que ama la vida y quiere comulgarla.