Aquilino Duque | 01 de diciembre de 2019
La «fracasología» se distingue de la hispanofobia en que los que incurren en ella son exclusivamente españoles.
En los años en que tuve la suerte de ver bastantes obras mías en letra impresa, había dos críticos que se interesaban por esas obras, un interés que databa de la época en que no eran aún intelectuales orgánicos, como diría Antonio Gramsci, del venturoso sistema que ahora disfrutamos y nadie podía entonces imaginar que sobreviniera. La desconfianza inicial y el desapego indisimulado que sentí desde un primer momento hacia el por ahora vigente estado de cosas hicieron que esos dos críticos, que partían el bacalao como vulgarmente se dice desde el ABC y El País, se guardaran muy mucho de mencionar mis escritos por activa o por pasiva. El intercambio de tribunas entre ellos tampoco me benefició y solo sirvió para que Ricardo de la Cierva, de quien hicieron por lo visto más caso que de mí, para su mal al menos, les colgara el remoquete de “críticos intercambiables”.
El trueque de tribunas de esos críticos, puede que, como decimos en Italia, alla loro insaputa, o sea, sin hacerlo aposta, revelaba el auténtico significado de la “reconciliación nacional”, el jarabe de pico de la Transición, más suave para la garganta que el aguardentoso “trágala” del liberalismo decimonónico. La clase política no tardó en quedarse con la copla para implantar un nuevo “turno pacífico” entre los nostálgicos de la Constitución de 1876 y los de la Constitución de 1931 y, aunque ese turno no iba a tener nada de pacífico, con sus golpes de febrero de 1981 y de marzo de 2004 entre otras cosas, la “intercambiabilidad” llegó a ser un hecho entre dos partidos unidos en los dogmas del llamado “pensamiento único”.
Una de las cosas buenas de esa intercambiabilidad sería la caducidad de los conceptos de derechas e izquierdas. A esa conclusión llegué hace años en México cuando el PRI iniciaba su declive y pude observar que la cuestión no era ser de izquierdas o de derechas, sino estar arriba o abajo. Con el tiempo supe que el colombiano Nicolás Gómez Dávila afinaba más al decir que “la izquierda llama derechista a gente situada meramente a su derecha. El reaccionario no está a la derecha de la izquierda, sino enfrente”.
Esa actitud de enfrentamiento es lo que más diferencia al reaccionario del conservador, y el pensador colombiano venía a confirmar mi reivindicación de lo primero, en un amago de polémica que sostuve en tiempos con otro amigo, autorizado especialista en literatura contemporánea, en torno al concepto de “Antiespaña”, que él reivindicaba con orgullo y con rabia. Al socaire ya del nuevo orden de cosas, este valioso erudito daría a conocer lo que llamó “un ensayo de interpretación de un proceso intelectual” que tituló la Edad de Plata (1902-1939).
En un acto público en el que coincidimos, confesó que eso de Edad de Plata no sabía de dónde lo había sacado ni de quién lo había tomado, y yo le dije que no se quebrara la cabeza, que el origen estaba nada menos que en Valle Inclán, que ya a comienzos de siglo decía en La pipa de Kif: “Yo anuncio la era argentina/ de socialismo y cocaína…”. Esos versos los había puesto yo en exergo de un comentario sobre los sucesos parisinos del 68 en la Revista de Occidente y, años más tarde, en un libro titulado además La era argentina, uno de cuyos capítulos se titula precisamente La triste realidad de la Antiespaña.
La Antiespaña que mi contrincante enarbolaba era en aquellos tiempos -fines de los 60 o comienzos de los 70– una mera exasperación retórica del anticonformismo de la contradictadura cultural, es decir, algo inofensivo mientras no pasara de la retórica a la acción. Antes hablé de mi despego inicial hacia el actual “estado de cosas”, y ello fue por la beligerancia que, desde los trabajos constituyentes, se concedió a esa Antiespaña, a la que, a la hora de atacar a España, le daba igual el nuevo sistema que el antiguo régimen.
Las complacencias de la nueva clase política hacia esa Antiespaña fueron a más, hasta el punto de degenerar en complicidades rayanas en la alta traición, en que la izquierda domesticada y la derecha vergonzante, absolutamente intercambiables, incurrirían por activa y por pasiva. En todos los partidos, por siniestros que sean, hay personas decentes que buscan la verdad, y en fecha muy temprana, nada menos que un periodista aragonés, comunista él y con un largo historial conspiratorio desde que lo expulsaran del seminario, Eliseo Bayo, llegó a escribir que “a veces parece que España está gobernada por sus enemigos.”
Una virtud de esos enemigos de España, de la Antiespaña para entendernos, es la de llamar a las cosas por su nombre y de presentarse como lo que son y enarbolar sus símbolos. Sean estos los que sean, su denominador común es la hispanofobia. La hispanofobia ha hecho una larga carrera entre los males de la patria, siempre de la mano de otro mal que Elvira Roca llama la fracasología y somete a una disección implacable en otro de sus grandes libros. La fracasología se distingue de la hispanofobia en que los que incurren en ella son exclusivamente españoles, mientras que la hispanofobia la compartimos con los que no lo son.
Tanto los fracasólogos como los hispanófobos consideran que la historia de España es una abominación, de ahí que los primeros exalten sus gloriosos fracasos y los segundos condenen sus indudables éxitos. La lista sería interminable, pero como botones de muestra del fracaso tenemos nuestra última Guerra Civil y, del éxito, el descubrimiento del Nuevo Mundo. Una guerra civil es un fracaso como lo es el divorcio, para no ir más lejos: un fracaso de la convivencia.
La guerra nuestra no quedó ciertamente en tablas y el fracaso recayó por completo en los que la provocaron y la perdieron. De ahí que, al cabo de tres generaciones, los nostálgicos de aquellos años trágicos y heroicos se identificaran con los “heterodoxos” de don Marcelino, con los “segundones y los bastardos” de don Américo, con los afrancesados, con los comuneros, con los irmandiños, con los beltranejos, con los moros, con los cartagineses o con el bandido generoso que les cayera más cerca.
Da la casualidad de que este acceso de revanchismo civil, de hispanofobia perniciosa, especialmente agudo en las llamadas “autonomías históricas”, vendría a coincidir con el declarado propósito de la Unión Europea de debilitar las naciones que la integran reduciendo su soberanía. Nunca se lo habían puesto tan fácil nuestros fracasólogos a esta Europa tan hispanófoba.
María Elvira Roca Barea desentraña en su último libro, titulado «Fracasología», las razones por las que seguimos absorbiendo los argumentos de la hispanofobia impuestos desde el extranjero.
España es el único país europeo con un cuerpo de autores extranjeros que firma algunas de las obras historiográficas más influyentes sobre la nación.