Pablo Sánchez Garrido | 12 de diciembre de 2019
Tras una juventud anticlerical, Alejandro Lerroux protagonizó una historia de conversión favorecida por el contacto con personajes como el cardenal Herrera. Abrimos con él nuestro ciclo «Españoles conversos».
Alejandro Lerroux es un personaje de novela decimonónica. De hecho, su vida resultaría inverosímil y exagerada incluso para una novela, siendo más propia de un folletín finisecular. Algo de esto percibió don Ramón Pérez de Ayala en nuestro personaje cuando lo convirtió en el anticristo de su novela titulada, precisamente, El Anticristo.
De una familia de clase media venida a menos y compuesta por diez hijos, el joven Lerroux recibió poco cariño familiar y tuvo que aprender a hacer zapatos si quería vestir sus pies. Murieron cuatro de sus hermanos y su padre no era precisamente benigno con ellos. Su hermano mayor, Arturo, al que él admiró y envidió en la niñez y odió en la madurez, era un rebelde y un vividor que erraba románticamente entre la masonería y el carlismo y que frustró el anhelo del joven Alejandro de cursar la carrera militar al malgastar toda la herencia familiar en el juego.
Las estrecheces económicas de la familia obligaron a que Alejandro, con solo once años, tuviera que pasar dos años viviendo con su tío sacerdote en el pueblo zamorano de Villaveza del Agua. Fue un mal estudiante cuando no hacía novillos, de hecho casi llegó a presidir el Gobierno sin el título de bachiller, pero se lo sacó con cuarenta años, y la carrera de Derecho ya con 58 años, ¡en un solo día y con matrículas! Pero en la iglesia de su tío párroco ejerció como monaguillo, campanero y sacristán, rezando diariamente el rosario y otras oraciones con intensa devoción. Aunque, según sus memorias, fue paradójicamente allí donde acabó perdiendo la fe: “Le perdí el respeto a los santos… como se la pierden todos los monaguillos”. Lo llamativo es que a ello contribuyó involuntariamente su tío cura, como expondré posteriormente.
Jóvenes bárbaros de hoy, entrad a saco en la civilización decadente y miserable de este país sin ventura, destruid sus templos, acabad con sus dioses…Alejandro Lerroux en su discurso ‘Rebeldes’ (1906)
A los 13 años regresó a Madrid con su madre y dio comienzo su etapa de rebeldía: perdió el curso de bachillerato, se fue haciendo contestatario, empeñó la ropa familiar y acabó siendo enviado con su padre a Cádiz. Tiempo después, imitando a su hermano crápula, escenificó un amago de suicidio clavándose sin mucha convicción un cortaplumas en el pecho.
No consiguió su sueño de desarrollar la carrera militar, pues no lo admitieron en la Academia de Toledo, pero lo intentó como voluntario, aunque sus malas costumbres y su querencia al alcohol le hacían frecuentar más tiempo el calabozo que el cuartel. No sería la última vez que estuviese entre barrotes. Acabó perseguido como desertor y pasó varios años en diversas ciudades bajo nombre falso. Malvivió con diversos trabajos: agente de seguros, corredor de bolsa, colaborador periodístico…
Con 22 años se inició en la masonería en la Logia Antorcha, con el nombre simbólico de Giordano Bruno, buscando, entre otras cosas, el sustentáculo vital mutuo que se dispensan los miembros de esta persistente secta ideológica, así como el apoyo conspirativo en sus veleidades revolucionarias.
Al parecer, no logró gran cosa de su filiación masónica este todavía desconocido Lerroux, por lo que se desencantó pronto de la secta. Pero su suerte comenzó a cambiar cuando se volcó en el periodismo, ingresando en 1892 en la plantilla del diario republicano El País y fundando posteriormente El Progreso, El Intransigente y El Radical (el título de las cabeceras lo dice todo…). Como, por entonces, los periodistas de su talante se defendían ora a pluma, ora a espada, un agresivo y pendenciero Lerroux participó en varios duelos contra otros periodistas y emprendió feroces campañas de descalificación contra sus enemigos políticos. Como resultado, fue condenado a cuarenta años de cárcel, pero una amnistía lo redujo a 9 meses. Esto, junto con sus sangrantes crónicas parlamentarias, lo hicieron merecedor de una plaza de diputado republicano por Barcelona, donde se estableció.
Aquí comenzaba el Lerroux que transfiguró su característica rebeldía en decidido espíritu anarquista, declarando la guerra a Dios y a los reyes, como decía de él un periódico de 1920. Es el Lerroux que trasmutó su falta de formación en soflamas populistas y demagógicas: “El pueblo tiene razón hasta cuando se equivoca”. Es el Lerroux provocador, que mezclaba en un mitin que la propiedad es el robo y que la Virgen no era virgen. El Lerroux que rinde culto a la violencia: “Donde otros tienen colgada una pila de agua bendita, yo tengo colgado un fusil”. El Lerroux anticlerical: “El pueblo es esclavo de la Iglesia. Hay que destruir la Iglesia” o “Estamos dispuestos a perseguir frailes, a quemar conventos, a todas las atrocidades que la defensa exija”.
Es, en suma, el Lerroux revolucionario que llamaba a la lucha de clases y a una revolución radical, aunque esto llevase a la “crueldad de niño”. Este es el Lerroux instigador de la Semana Trágica de Barcelona y que unos años antes arengaba en su famoso discurso “Rebeldes”, en los siguientes términos:
“Jóvenes bárbaros de hoy, entrad a saco en la civilización decadente y miserable de este país sin ventura, destruid sus templos, acabad con sus dioses, alzad el velo a las novicias y elevadlas a la categoría de madres para virilizar la especie, penetrad en los registros de la propiedad y haced hogueras con sus papeles para que el pueblo purifique la infame organización social, entrad en los hogares humildes y levantad legiones de proletarios, para que el pueblo tiemble ante jueces despiertos. […] Seguid, seguid…. No os detengáis ni ante los sepulcros ni ante los altares. No hay nada sagrado en la tierra, más que la tierra […]. Luchad, matad, morid…”
Un discurso que parece estar describiendo la brutal vesania roja que se desataría, primero, durante la Semana Trágica (1909); después, durante la Revolución de Asturias (1934); pero muy especialmente durante la “democrática” Segunda República de 1936, en la que ardieron conventos y bibliotecas, se profanaron tumbas, se violaron y asesinaron monjas, se fusilaron niños, se torturaron hasta la muerte sacerdotes y obispos…
A partir de 1908, Lerroux fundó el Partido Radical y prosiguió, imparable, su ascenso hasta la presidencia del Gobierno, cargo que ocupó en tres ocasiones, hasta que el caso del estraperlo afectó seriamente a su partido.
Pero no se trata de trazar toda la azarosa biografía de Lerroux. Hay ya varias dedicadas a este personaje. Se trata más bien de fijarnos en otra estampa biográfica de Lerroux, aquella en la que lo encontramos rezando tres avemarías cada noche, siguiendo la dirección espiritual de un jesuita y muriendo en el seno de la fe católica. Nos referimos a la acaso conversión de este particular “anticristo” español. Pero esto requiere de mayor explicación…
Ese Lerroux violento y radical de la víspera de la Semana Trágica que describíamos con anterioridad fue cambiando, ciertamente. No hay ya rastro en el Lerroux moderado de los años treinta que, durante la Segunda República, acabaría pactando un Gobierno con la CEDA de José María Gil-Robles. Su evolución hacia un centrismo político es un hecho sobradamente conocido. Lo que es menos conocido es el progresivo acercamiento a la fe católica del último Lerroux, el Lerroux espiritual, sobre el que apenas se ha escrito.
Mas en todas sus etapas mantuvo firme su amor a España, virtud patriótica que, según santo Tomás, es de la misma estirpe que la piedad hacia los padres y hacia Dios.
Al tener noticia del levantamiento, Lerroux se exilió camino de Portugal un 17 de julio de 1936, de donde no volvería hasta 1947. Pero huía fundamentalmente de la persecución socialista, temiendo por su vida: “Cuando después del vil asesinato, oficialmente organizado y ejecutado de Calvo Sotelo, vi nublado el horizonte, y me propuse salir de España […]” (Memorias, p. 609). Según Lerroux, el asesinato de José Calvo Sotelo, el desgobierno ante los crecientes desmanes, o las amenazas de muerte en el propio Parlamento, demostraban que ya había desaparecido de la república toda legalidad y toda democracia, abriéndose paso una dictadura del proletariado.
Pero, al margen de las cuestiones políticas, lo cierto es que durante su exilio portugués Lerroux experimentó una evolución espiritual. Voy a referir dos episodios, uno en Estoril, que narra José Mª Gil-Robles, y otro ya a su regreso a España, que narra el cardenal Ángel Herrera Oria.
En el Estoril de 1942, Gil-Robles, también exiliado allí y contertulio habitual suyo, señaló que: “Ciertas frases deslizadas en nuestras conversaciones me permiten alentar la esperanza de un posible retorno suyo a la fe de los primeros tiempos….”. Asimismo, otro amigo común de exilio, el exministro Cándido Casanueva, reveló una conversación con la esposa de Lerroux en la que le advirtió que “este no estaba muy lejos de volver al seno de la Iglesia, a poco que en ello se trabajara” y que leía el Kempis –obra con la que se convirtió san Ignacio– y De los nombres de Cristo, de san Juan de la Cruz. Casanueva no perdió la oportunidad y buscó a un sacerdote culto y comprensivo, dando con el cardenal Cerejeira, el equivalente luso del cardenal Herrera.
Un año después, en 1943, Lerroux expuso ante una pariente monja la muerte de su mujer, en unas cartas que permanecieron inéditas hasta hace unos años. En ellas confirma que su devota esposa recibió los últimos auxilios espirituales, y añade: “Yo mismo no rechazaría aquel auxilio si con ello complacía a alguien, porque yo soy cristiano de Cristo, de los que procuran imitarle lo más posible, y como Él era todo amor, seguro estoy de que si me equivoco me perdona, porque Él ve en lo íntimo de la conciencia de cada uno y no puede engañársele con hipocresías”.
En la siguiente carta, afirma: “¡Qué envidia me das en tu Santa Fe! Quisiera volver a la de mi infancia, cuando ayudaba a misa […] porque pensar como pienso, que todo se ha terminado, que la vida es un sueño, que ya no la volveré a ver nunca más me desconsuela amargamente” (F. Gómez, Religiosidad latente de Lerroux, 2006). Estamos en la etapa de añoranza de la fe de su infancia, de debate interior y progresivo regreso. Estos fragmentos nos muestran la típica lucha interior de un alma que busca anhelante la fe perdida.
Años más tarde, en 1947, Casanueva y Gil-Robles se encontraron casualmente con él paseando por Estoril y, tras hablar amigablemente, se despidieron de él para irse juntos a misa. Unos días más tarde, Lerroux le confesó a Gil-Robles que “si mi ‘compadre’ –refiriéndose a su buen amigo Casanueva– me dice media palabra la otra mañana, me voy con ustedes a la iglesia” (J. M. Gil-Robles, La fe a través de mi vida, p. 121-2).
Ciertas frases deslizadas en nuestras conversaciones me permiten alentar la esperanza de un posible retorno suyo a la fe de los primeros tiempos….Gil-Robles sobre Alejandro Lerroux
En el episodio con Ángel Herrera en septiembre de 1947, Lerroux estaba ya recién regresado a España. Herrera lo apreciaba y ya le había presentado personalmente su pésame en Estoril al fallecer su esposa. Al ser nombrado obispo de Málaga, Lerroux le escribió una afectuosa carta felicitándolo, a la cual contestó el obispo visitándolo personalmente en su casa madrileña. Fue una entrevista muy larga, en la cual Lerroux le expuso la causa de su pérdida de fe de niño cuando su tío, Manuel García González, párroco rural de Villaveza del Agua, le dijo que no debía tocar el cáliz pues quemaba. La curiosidad de niño le venció y, al notar que no quemaba, pensó: “¡Anda, si no quema… mi tío me ha engañado!… De ahí nació mi incredulidad, creí que todo lo religioso era una mentira…”.
El obispo le pidió que se preparase espiritualmente para cuando llegase “el supremo tránsito”, a lo cual Lerroux contestó que “en el fondo de mi alma era sinceramente cristiano”, añadiendo que solamente le faltaba por vencer la resistencia a someterse a los rigurosos preceptos de una religión positiva. Pero no se despidió Ángel Herrera sin arrancarle una promesa: rezar a la Virgen tres avemarías cada noche hasta su muerte. Lerroux se lo prometió.
En otra visita, al año siguiente, el propio Lerroux, antes de saludarlo, exclamó: “Señor obispo, he cumplido lo que le prometí. Ni un solo día he dejado de rezar las tres avemarías”. En una tercera visita, el obispo salió confortado al comprobar que seguía rezando las avemarías y al constatar que durante la conversación “vio al hombre creyente”. Al conocer su muerte, el 27 de junio de 1949, al obispo Herrera lo tranquilizó al saber que durante su enfermedad le había estado visitando un sacerdote jesuita, aunque no le constase confesión final (J. Mª Eguaras, Ángel Herrera Oria, 2019).
Pero el ABC sí recoge que, al acercarse sus últimos momentos, “acudió inmediatamente el padre Moreno, antiguo amigo suyo, que le visitaba con frecuencia, especialmente en estos últimos días”. Durante el funeral, este sacerdote presidió la comitiva de la carroza fúnebre junto a la familia en calidad de “director espiritual del finado”. El diario señalaba, asimismo, que había muerto “en el seno de la Iglesia católica y confortado con sus auxilios espirituales” (ABC, 28.VI.1949). Aunque el biógrafo J. Álvarez Junco se despachó la veracidad de esto último atribuyéndolo a una consigna de la prensa franquista como “tributo a la ñoñez de los tiempos”.
Pero lo cierto es que esta muerte cristiana cobra pleno sentido si se pone en el contexto de los episodios narrados y de las referencias a Dios, a Cristo y al valor positivo del cristianismo que salpican sus últimos escritos autobiográficos. Por lo tanto, parece de todo punto razonable apuntar hacia la conversión y muerte cristiana del otrora “anticristo” español. Pero esto es algo que solamente conoce en su justa realidad el Dios al que rezó el Lerroux niño y el anciano…
Una biografía de Gil-Robles examina las “toneladas de reproches ideológicos” lanzadas sobre la labor de los católicos posibilistas en la Segunda República.
EL DEBATE se convirtió a lo largo de la Segunda República en el tutor ideológico de muchas agrupaciones políticas derechistas. Contribuyó a la formación de Acción Nacional y llamó a los católicos a intervenir en la vida pública.