Vincent Debiais | 03 de enero de 2020
El silencio, protagonista de «Hasta que llegó su hora», es un bien necesario, difícil de aprovechar y escaso en nuestros días.
El silencio se ha convertido en un producto. Se anuncia, se vende, se puede llevar de vacaciones. La posibilidad de desenchufar la vida, de desaparecer de las redes por un periodo determinado, sin compromiso, sin sacrificio, está de moda, y se concibe como una forma de higiene, del mismo modo que uno deja de comer trigo para limpiar su organismo de todo gluten, o sube por las escaleras y no por el ascensor para hacer ejercicio. Retirarse, callarse, pasar del móvil son actitudes sanas, moralmente satisfactorias, indicios de un control agudo de la propia vida. “Viene bien”, uno se encuentra “a gusto” detrás de esta diminuta barrera del sonido voluntariamente aceptada. Se venden libros a montones para educarnos en esta búsqueda del silencio, para facilitar el encuentro con uno mismo, en una especie malentendida de nostalgia de los años 60 y del descubrimiento del zen y de modos de vida minimalistas.
¿Qué es lo que se pretende realmente con tal ficción higienista? Se sabe muy bien que desconectar del WhatsApp, por atrevido que parezca, no es más que el camino llano de un ascetismo sin esfuerzo. Es más –y es evidente al escuchar a los amigos que parecen haberse inmolado al activar el modo avión después de las ocho de la tarde–, esta decisión sin consecuencia no otorga más disponibilidad, no introduce silencio en la vida, sino que sustituye el ruido de los demás por el propio ruido. Aparentemente, “hay que saber escucharse”, hay que “estar pendiente de las propias necesidades”. El silencio y su espesor espiritual, el espacio del encuentro con el otro, y con el Otro especialmente, tal como lo describieron los poetas y los autores místicos, se ha convertido en una simple dedicación del ser a sus exigencias autorreferenciales, a un ejercicio barato de desarrollo personal. Más allá de una forma trendy de desenchufar, y por eficaces que sean aquellos pasos lejos del ruido ambiente, el silencio se resiste; todavía tiene que buscarse, cultivarse, fomentarse, no porque permita una escucha más satisfactoria de las propias necesidades, sino porque nos sitúa en la postura fisiológica e intelectual de la espera. Existe en el silencio una posibilidad de esperar sin exigir, de recibir sin pedir. Este es el silencio de los religiosos. Este es el silencio de la oración. Este es el silencio del encuentro.
Mi padre me repitió durante años que tenía que ver la obra cinematográfica de Sergio Leone Hasta que llegó su hora. Mi padre no hablaba mucho; ni alabanzas, ni cumplidos, ni reproches. Era de por sí mismo un hombre de silencio. Ahora con el tiempo, en las numerosas horas en las que intento, frente a la ausencia dolorosa de su voz, agarrarme a cada una de sus palabras, su insistencia en aquella película no deja de llamar mi atención. Tampoco era partidario mi padre de grandes ceremonias iniciáticas. Su pudor y timidez lo apartaron, de hecho, de todas aquellas manifestaciones donde ejercer una complicidad filial en el colegio o en el deporte. Así que no puedo asociar este deseo de ver juntos una película a un ritual que tuviéramos que compartir padre e hijo.
La cultura cinematográfica de mi padre era bastante reducida, pero muy aguda. Recuerdo con cariño sus enfados al acabar películas que le había aconsejado y que no le habían gustado. Su mirada al final de Seven fue un poema: “Y además, se sale con la suya” –me dijo cuando el coche de policía se lleva a Brad Pitt convertido en asesino por la genialidad perversa de Kevin Spacey-. Recuerdo sus intentos para aguantar la fuerza cruel y desesperante de Dancers in the dark sin tirar la toalla. Tenía la inmensa virtud de no aguantar cosas aburridas, feas, sin sentido, desagradables, esta virtud que convierte al espectador anónimo, sin más curiosidad por el cine, en una persona con criterio, sensible a formas simples de belleza.
Al final, no vimos Hasta que llegó su hora; se convirtió en parte de todo lo que nos quedó por hacer.
Una vez fallecido mi padre, las circunstancias de la vida me llevaron a tener que pasar mucho tiempo solo, abriendo el espacio para recordar y seguramente reescribir parte de estos acontecimientos paternales. Pero también me liberaron los 165 minutos necesarios para ver por fin Hasta que llegó su hora. Peregrinación sin compromiso, belleza compartida a destiempo. Mi cultura cinematográfica tampoco es gran cosa; tengo poca paciencia con el mero hecho narrativo en esta forma de arte y me fijo más en los colores, la música, los planos, el decorado, el ambiente que en la historia o la psicología de los personajes. Pero sabía más o menos de qué trataba la película. Un spaghetti Western en toda regla con polvo, caballos, abrevaderos sucios, cactus, barrancos en medio de la nada, vaqueros solitarios, ahorcamientos, un saloon, quizás una chica bailando en una taberna con vestido rojo y blanco, tal vez dos chicas… Así que adelante.
Casi se ha dicho todo sobre esta obra. Las interminables entrevistas a Sergio Leone, los recuerdos de los actores y del equipo de rodaje, las anécdotas people de la preparación de la película… Todo este material ha sido publicado y comentado por doquier, y los críticos alaban el resultado final. Y no cabe la mas mínima duda: Hasta que llegó su hora es una obra maestra de este tipo de cine. La historia es lo suficientemente complicada, con narraciones imbricadas, para que los topoi del género funcionen. Hay peleas, duelos, persecuciones; los malos son muy malos, los buenos son misteriosos, la vida es injusta, la violencia es profiláctica, los sentimientos son ambiguos, el dinero corrompe, la salvación queda lejos. Es un momento ameno de cine y el tiempo pasa rápido. La película acaba habiendo cumplido su propósito de diversión. Pero hay algo más, sin duda, detrás de aquella historia de amor y venganza.
Hasta que llegó su hora es una película sobre el silencio. No porque se trate de una película muda o porque no haya ni música ni diálogo durante las dos horas y media; al contrario, ambas cosas están espléndidamente cuidadas, realzadas por la calidad de las imágenes y de los movimientos de cámara. Los enfoques a los ojos de Charles Bronson y de Claudia Cardinale tienen un espesor pictórico y la música de Ennio Morricone encapsula aquella densidad de colores y texturas. Los personajes se caracterizan por cierta taciturnidad y dejan que las miradas o las pistolas hablen antes de que ellos lo hagan. No: se trata de una película sobre el silencio porque es una película lenta, paciente, que deja que la cámara haga su trabajo, que el paisaje se imponga en la pantalla, que los largos momentos de espera se vuelvan palpables. El silencio es necesario porque abre el espacio a la espera, verdadero protagonista de la película.
La escena de apertura lo plantea todo de esta manera. En una estación en medio de la nada, un grupo de matones espera a que alguien baje del tren, un tren que llega con mucho retraso. Se ponen cómodos; descansan sin hablar; esperan en un silencio muy relativo, porque esta inmensa escena en medio de la nada está llena de sonidos: el viento, una hélice, las cigarras, gotas de agua, una mosca, los chirridos de la madera, el crujido de los dedos, un pájaro en una jaula; pero nadie habla después de que se haya encerrado con un “shhh” autoritario al pobre empleado del ferrocarril en su ventanilla. Estos ruidos, producto del ambiente natural de la estación, contrastan con el ruido mecánico y artificial del telégrafo que se pone de repente a funcionar solo. Es el primer muerto de la película: con un gesto brusco y sin hablar, el primer sicario desenchufa el telégrafo antes de que llegue el tren con gran estruendo en la estación callada. Sin hablar, solo con mirarse, los matones se levantan y se acercan al borde de las vías. El tren se marcha, y cuando los tres hombres están a punto de hacer lo mismo, se oyen desde el humo del otro lado del anden las notas de una armónica, primer sonido articulado y melódico de la película, después de casi un cuarto de hora. Intercambios de palabras, ausencia de formalidades, ironía de un encuentro sin salida, disparos; todos caen al suelo. La cámara vuelve a enfocar la hélice y se llena otra vez la imagen con los sonidos de la estación.
El resto de la película retoma estos ingredientes: la duración excesiva de las secuencias, el primer plano de los rostros, los largos momentos de espera, la escasez de los diálogos, la música como herramienta para anunciar todo lo que ocurre más allá del lenguaje. Pero existe en Hasta que llegó su hora un solo momento de silencio real y hay que esperar casi el final de la película y la escena del duelo entre Armónica y Frank en la granja de Sweetwater, silencio roto por los disparos y la reaparición del viento.
Existe una dialéctica continua entre la espera y el silencio. El sonido del mecanismo de las pistolas («the strange sound») introduce un ritmo peculiar en la película, de la misma manera que lo hacen la maquinaria de los trenes y la armónica (“Instead of talking, he plays”), de la misma manera que lo hace la campana durante el ahorcamiento del hermano de Armónica. No se habla mucho en la película porque se espera aún con más intensidad. La venganza está por llegar, la muerte se acerca, pero lo hacen lentamente, envueltas en un silencio misterioso. La pregunta de Frank al caer al suelo al final del duelo, «Who are you?”, tiene como respuesta el “Now I got to go” de Charles Bronson. La economía de palabras deja muchas zonas de la intriga en la niebla y los acontecimientos parecen siempre por irresueltos. La llegada del tren en Sweetwater, unos minutos antes de los créditos, no trae todas las respuestas y habrá que esperar de nuevo, en silencio.
Hemos perdido la costumbre de esperar; siempre tenemos algo que hacer para llenar el tiempo de espera y transformarlo en algo más. Con un teléfono en la mano, podemos “aprovechar” los diez minutos antes de la consulta en el dentista chateando, leyendo el periódico, acabando el último capítulo de nuestra serie en Netflix; el Kindle en la mochila hace que ya no se olviden los libros. El “esperar” se ha convertido en “hacer” y poco a poco se va olvidando la virtud del no hacer nada en silencio.
Evidentemente, Charles Bronson responde, por su silencio, a un arquetipo literario y cinematográfico distinto del paciente en la consulta del dentista, el del asesino silencioso, frío en sus acciones, distante en su relación. No dice nada porque tiene que quitar a los demás la posibilidad de decir. “Silencio” es, de hecho, el nombre de un asesino en otra película del Oeste dirigida por Sergio Corbucci en 1968, titulada Il grande Silenzio. Uno de los ejemplos mejor conseguidos en el cine, desde mi punto de vista, de aquel personaje silencioso y paciente es Yo Hinomura en la película Crying Freeman, dirigida en 1995 por Christophe Ganz y adaptada del manga con el mismo título. Como en Hasta que llegó su hora, el silencio misterioso del sicario queda en evidencia por la banda sonora de la película y por el enfoque de los ojos: Yo no habla; llora en silencio después de sus crímenes. Se podrían multiplicar los ejemplos en libros y películas de una violencia empaquetada en la ausencia de palabras, realzada por lo visual y lo musical. Es un rasgo común de los spaghetti Western, alcanzando a veces la caricatura, lo ridículo; es también lo propio de cierta forma de rodar frecuente en los años 70, donde los rostros, las sonrisas, las lágrimas tienen que sustituir a los diálogos. En A Woman under the Influence, de John Cassavetes (1974), se sabe todo de Gena Rowlands sin que ella diga una palabra; en su cama, en la calle, en la mesa; por ruidosas y agitadas que parezcan las escenas, es el silencio-cápsula que produce narración y tensión dramática. En aquellas películas, se propone al espectador esperar en el silencio del otro, con paciencia y disponibilidad.
Parece una contradicción, ahora que existen cinco Óscar distintos atribuidos por los elementos sonoros de las películas, darse cuenta de que el silencio se convierte en protagonista en el cine. Llamó la atención de la crítica hace unos años el magnífico documental francoalemán Le grand silence (2005), dedicado a la vida cenobítica de los monjes cartujos en los Alpes. Observan aquellos religiosos un estricto voto de silencio, siguiendo las recomendaciones dejadas por el fundador, Bruno de Reims, en 1084. En el capítulo 14 del libro 2 de los Estatutos de los Cartujos, se lee: “Dios llevó a su siervo al desierto para hablar a su corazón; pero solo el que está de pie y escucha en silencio recibe el aliento de la brisa ligera donde aparece el Señor. Al principio, un esfuerzo es necesario para conseguir callarse; pero con fidelidad, poco a poco, de nuestro silencio nace algo en nosotros que nos lleva a más silencio”.
La mayoría de las reglas monásticas desde la Antigüedad tardía imponen a los monjes una restricción del habla y una economía de palabras; una continencia de lenguaje para evitar lo que el ascetismo define como “pecados de la lengua”. Sin embargo, esta ausencia de discurso no es sinónimo de “silencio” en el sentido en que lo entendemos hoy al apagar el móvil, es decir, una ausencia de ruido para poder escucharse. Por eso, el tráiler de Le Grand Silence no es ni silencioso ni mudo. El sonido de las campanas, los pasos que resuenan bajo las arcadas del claustro, las puertas que se cierran sin golpe, las tijeras que cortan el lienzo, el sonido de las herramientas en el jardín; el chirrido de la nieve bajo las botas de los monjes, el silbido del viento, el agua que fluye en el tejado y en las cunetas, los motores de un avión que sobrevuela los Alpes. Todos estos sonidos, producto de la vida cenobítica y de su entorno, penetran la clausura o la traspasan. Se vuelven más importantes cuando no están cubiertos ni distorsionados por la voz u otros ruidos. La experiencia de su presencia física es tan real en la resonancia arquitectónica del monasterio como en la amplificación de la banda sonora en la oscuridad del cine. La voz, que exclusivamente canta en las tres horas de película, está reservada para la alabanza de Dios en los oficios y la reflexión sobre las Escrituras. En el monasterio de la Grande-Chartreuse, la dimensión disciplinaria y normativa de la abstinencia del habla se agrega a la creación imperativa de las condiciones necesarias para la meditación. El encuentro con Dios solo puede ocurrir en el silencio externo, un reflejo inmediato -una imagen sincrónica- del silencio que reina en el corazón del monje. El silencio no solo lo sufre la comunidad como una privación del lenguaje; se busca como la condición de lo que los cartujos llaman “la oración del corazón”.
Aún más recientemente, la película de Martin Scorsese Silence, estrenada en salas en 2016, propone un enfoque “radical” del silencio del acto de fe y de su desafío. En su extraordinaria belleza, la película traduce visualmente la violencia de una palabra que se retiene, de una voz que no se oye o ya no se oye más; un silencio interior que se establece en la plena experiencia de los sentidos. De la misma manera que Hasta que llegó su hora trasladaba la narración del habla a los ojos y a lo que veían de las inmensidades americanas y sus misterios, Martin Scorsese transcribe en el cuerpo de los protagonistas todo lo que resiste a las palabras: el sufrimiento, el odio, la duda, el amor, la propia consciencia de pequeñez. El sudor y la sangre, pruebas imparables de las limitaciones de uno, son el reflejo incorporado de los efectos de un silencio indeseado.
Uno de los problemas al tratar con gente callada es que nunca sabes cuándo será un buen momento para hablar. Uno ahorra, es cierto, grandes discusiones fútiles, pero se vive con la angustia de perder el momento de decir las cuatro cosas que se llevan dentro a lo largo de la espera. Se inventa cada día la conversación deseada, se construye como una fantasía, se idealiza como un momento de comunión; como un sacramento. No la tuve con mi padre y sabe Dios que teníamos cosas que decirnos. Yo las tenía. Como en los pueblos de Japón del siglo XVII de Silence de Scorsese, el sudor y el dolor ya habían tomado como rehenes a las palabras que me habría gustado escuchar esta tarde de otoño, sin que entendiera en aquel momento que tenía que ser de nuevo el silencio que marcara nuestra relación, nuestra despedida.
Finalmente, entendí por qué mi padre quería que viera esta película. Podría ser una metáfora de nuestra relación, la de la espera, la de no decir nada, la de dejar que las cosas ocurran. Hasta que llegó su hora es también la historia de un viaje sin acabar; la venganza, el odio, la violencia, la muerte impiden a los protagonistas alcanzar las olas del Pacífico. Y ahora que las tengo delante de los ojos, no puedo no lamentar haber esperado demasiado antes de romper el silencio. La muerte lo ha hecho por mí. Esperar es correr un riesgo; el silencio es una puesta a disposición del otro. No lo entendí antes de ver Hasta que llegó su hora; no entendí que, en este momento de silencio, en el encuentro con el otro, se vuelve al andén en aquella estación fantasma, y que toca esperar con los ojos.
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La lucha entre los jedis y las fuerzas del Lado Oscuro llega a su fin en una película que simplifica la trama, pero que sirve de homenaje a una historia icónica.