Ricardo Franco | 25 de diciembre de 2019
El consumo ha manchado todo, incluso el amor y las amistades, las relaciones laborales y las horas de ocio innegociable.
Hoy el tema era otro. Pero algo anoche desbarató el plan. Me desperté a las 2 de la madrugada en ese tránsito confuso del sueño a la conciencia mientras retumbaba en mis oídos el eco lejano de un griterío callejero. Intenté batallar contra el desvelo inevitable, y mi cabeza empezó a hilvanar imágenes sin cesar: las tareas del día, una frase que se enroscaba en el cerebro como una culebra y después se evaporaba, algún paisaje difuso, o una canción que iba y venía. Fue entonces cuando una visión más potente que las demás se adueñó de mi pensamiento: una gran cola de gente esperaba el turno en una de esas franquicias discotequeras de ropa y complementos.
Nadie había comprado nada, sino que todos querían devolver algún artículo. Me llamó la atención el hecho de que todos se demoraban hablando con el dependiente en un tono entre perplejo y ofendido, pero como estaba lejos no podía oír aquello que tanto les incomodaba. Solo empecé a comprender cuando nos aproximábamos los últimos de esa gran cola. Alguien quiso descambiar la ropa por nada, pero el desapasionado dependiente le replicaba que era imposible, ya que el artículo estaba “condenado”. “Será caducado”, contestó el cliente. Pero no; habíamos oído bien: el dependiente decía “condenado”.
-¿Por qué?- le preguntó fatigado el pobre hombre.
-Porque nada de lo que quieres cambiar puede cambiarte a ti. Por eso el objeto está condenado. Sin embargo, no puedes irte sin más. Debes llevarte esa condena contigo o esperar el destello efímero de otro objeto que te atraiga. Esa es la ley de la oferta de objetos muertos para satisfacer demandas infinitas.
-Pero yo no deseo llevarme nada -dijo el apurado cliente-. Solo quiero volver a casa con las manos tan vacías como mi deseo. Quiero dormir y descansar como cuando era un niño y los regalos sí eran gratuitos y no eran un señuelo para comprar mi atención, o un compromiso familiar de última hora. Los regalos eran verdaderos regalos, con la ansiosa espera de la mañana de Reyes, y no el frío trance de abrir el paquete en una escena familiar impostada y repetida año tras año. Yo quería un regalo. Pero, sobre todo, quería apropiarme de la satisfacción que prometía.
Eso no volverá a suceder -dijo el dependiente-. Usted ya no es un niño. Está tan condenado como el objeto del que esperaba tal dicha. Todo está condenado en este mundo enamorado de cosas muertas. Usted está condenado a repetir sin descanso el mismo camino de luces navideñas en las avenidas, con la misma riada de gente buscando siempre algo distinto; engolosinados en el gesto viciado de la compra.
Todo está condenado, y la condena consiste en llevar eternamente algo en las manos, sea lo que sea, sin descanso. Tendrá que volver aquí para las rebajas de enero hasta bien entrado mayo, los días de descuentos imprevistos, el Black Friday de precepto y el preámbulo otoñal de la Navidad, como en una rueda sin fin de la que no podrá sustraerse porque ha hecho suya, y para siempre, la religión del Comercio. Será cegado por los escaparates y obligado por su querencia a comprar cualquier cosa, aunque ya la tenga.
Se engañará convenciéndose a sí mismo de que eso es la vida, pero ignorando el sibilino engaño de una maquinaria publicitaria que conoce su deseo mejor que usted. La amarga certidumbre de no poder empezar de nuevo, ligero, sin el peso de tantas cosas rotas y obsoletas en su corazón. Descubrirá con espanto que el consumo ha manchado todo, incluso el amor y las amistades, sus relaciones laborales, en las que siempre exige algo, y las horas de ocio innegociable, tan para sí mismo, tan irremediablemente solo.
Incluso Dios, el Dios que le llenaba de estupor en su niñez, cuando veía su mano de luz a través de las persianas de su habitación: el Dios silencioso, al que miraba sin pedirle nada porque bastaba su presencia, lo ha reducido a un instante de emotiva petición de necesidades y preceptos espirituales más o menos acostumbrados, para limpiar su conciencia de esas faltas incómodas que le escandalizan; como si Él también hubiera sido engullido por la dinámica comercial y diabólica de la compra y venta de favores piadosos.
Ahora saldrá y vagará por las calles, comerá algo sin gusto, mirará con ansia el móvil sin poder quitarse de encima esa melancolía que se enreda como pelusas en su cansado caminar hasta la cama. Un día tras otro consumirá amores, sin saber por qué se olvidan; consumirá opiniones, hobbies y denuncias sociales, sin advertir que todo eso lo consume a usted, lenta y amargamente.
Un día morirá, o pedirá la muerte como descanso de una vida muerta, que es lo que se estila, dejará de subir fotos a Instagram y, con suerte, alguien irá a su perfil para preguntarle qué ha sido de usted. Por supuesto, nadie responderá. Pero esa única persona que lo recuerda en medio de sus cientos de seguidores lo olvidará al cabo de los días.
Será, entonces, la hora del Dios mudo que usted buscaba en los objetos y en las personas. La hora del Dios sobornado en esos monólogos que usted llamaba oración. La hora del Dios que se escondía como un niño asustado por sus reproches. Incluso en ese momento, podrá decidir, porque siempre pudo decidir, vencer su vergüenza delante de Jesús y lanzarse a sus brazos o seguir su camino de eterno olvido y amargura.
En cualquier caso, haga lo que haga, ya no podrá irse de compras ni venir aquí a descambiar nada cinco minutos antes del cierre. Adiós y buena noche. El siguiente, por favor…
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