José Manuel Muñoz Puigcerver | 22 de enero de 2020
Un libro que entiende las finanzas como una vocación necesaria y legítima ejercida de manera honesta para contribuir al desarrollo y al bienestar personal de los clientes.
Religión y economía han sido considerados, tradicionalmente, dos términos poco menos que antagónicos y que, sin embargo, comparten una intersección suficientemente amplia como para convertirse en prácticamente interdependientes. Esa sería, a grandes rasgos, la idea de partida que nos brinda Samuel Gregg, profesor de Filosofía Política en la Universidad de Melbourne y director de Investigación en el Acton Institute, en su nueva obra, Dios y el Dinero. Siempre según sus propias palabras, el libro no está especialmente dirigido a economistas académicos, sino más bien al conjunto de cristianos que desempeñan su labor profesional en el mundo de las finanzas y al propio “clero de todas las confesiones cristianas”. En el primero de los casos, la intención de Gregg es servirles de guía moral en el colosal conjunto de decisiones que, día a día, exige su profesión. En el segundo, trata de posibilitar la emisión de juicios más certeros, precisamente en lo que concierne a la moralidad de la actividad financiera.
Dios y el Dinero
Samuel Gregg
El Buey Mudo
296 págs.
18.90€
El libro es, en sí mismo, un punto de encuentro intelectual entre dos disciplinas que, aun bebiendo la una de la otra, han recibido sus respectivos influjos de manera asimétrica. Si bien es cierto que el sistema precapitalista primitivo de los siglos XVI y XVII arraigó como consecuencia del despunte de actividades financieras desarrolladas por personas con profundas creencias religiosas, los valores cristianos no han logrado irradiar la ascendencia necesaria en una sociedad que confía ciega y equivocadamente en la infalibilidad de los mercados.
Es, en este contexto histórico abordado en la primera parte del libro, en el que Gregg nos advierte acerca de la naturaleza pecaminosa con la que, en los albores de la Edad Moderna, fueron juzgadas las tareas relacionadas con las finanzas. Sin embargo, en la actualidad, la diferencia radica en que, para el cristianismo, no existe motivo alguno de condena en el cobro de un determinado tipo de interés per se. No obstante, el problema reside en las prácticas usureras efectuadas por quienes se lucran a costa de los más necesitados, situación que se convertía en norma en aquella época por presentar unas condiciones económicas caracterizadas por el estancamiento y en donde el imperativo de un juego de suma cero inducía a que todo el beneficio se produjera, apenas sin excepción, a expensas de otros.
Por su parte, la segunda parte del libro, relativamente escueta, versa sobre la teoría de la acción cristiana y sobre cómo en ella debe primar, en todo momento, el sentido de justicia. En definitiva, se trata de la antesala a una tercera sección destinada a la práctica, presta a desembocar, a modo de conclusión, en lo que en realidad constituye el leitmotiv de toda la obra: las finanzas entendidas como vocación, como manifestación necesaria y legítima de contribuir al desarrollo y al bienestar personal de los clientes del sector cuando la ocupación se ejerce de manera honesta y decorosa. El profesor Gregg enfatiza que el aprovechamiento de los recursos materiales, incluyendo el dinero cuando este se convierte en capital, no es tan solo una mera y lícita posibilidad, sino un deber cristiano en la medida en que su potencial utilidad puede ser empleada para mejorar las condiciones de vida materiales del prójimo: la búsqueda constante de beneficio no es perversa en sí misma. En última instancia, dependerá de cómo se haya obtenido y de si el destino final de este es su aportación al bien común.
Más allá de ciertas consideraciones plenamente económicas que requerirían un debate más técnico (por ejemplo, cuando se califica como “muy imprudente” la actitud de un especulador que realiza las mismas acciones que los demás agentes financieros sin tener en cuenta que, en numerosas ocasiones, es el propio mercado el que te obliga a actuar de esa manera o cuando se considera que esos mismos especuladores “no son responsables de si una economía prospera o se hunde”, obviando las evidencias en sentido contrario), la gran aportación de Samuel Gregg es el ímprobo esfuerzo conciliador entre dos realidades que no pueden, y no deben, coexistir una de espaldas a la otra. En Dios y el Dinero, religión y finanzas se reconcilian. Y ese es, sin duda, su gran mérito.
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