Álvaro Petit | 03 de marzo de 2017
A raíz de un coloquio organizado no hace mucho por la Fundación Cultural Ángel Herrera Oria, en el que pude participar junto a Luis Alberto de Cuenca y Nacho Escuín, se me plantea ahora por parte de El Debate de Hoy la misma pregunta que titulaba aquel acto. Responderla es una sencillez a medias: sí, sí hay espacio para la poesía en el mundo dos punto cero. De hecho, es algo que nadie duda. Si con el devenir del tiempo, el ir y venir de siglos, la poesía ha permanecido, ¿por qué no lo va a hacer ahora? Solo una desaparición de lo propiamente humano podría quebrar esta continuidad. La poesía, como todo arte, es espejo (y espejismo) de lo humano. Tanto en cuanto es trascendente, imbrica al hombre con su propia trascendencia. Y eso, esa comunión, es algo de lo que, de momento, no podemos prescindir y de lo que las máquinas y tecnologías no nos pueden nutrir. Plantear lo contrario sería una distopía macabra.
Sin embargo, sería inocente pensar que la irrupción de las nuevas tecnologías, sobre todo de aquellas que repercuten en la comunicación, ha sido y es un proceso inocuo. No lo fue la invención de la imprenta ni la Revolución Industrial; tampoco lo va a ser la Tecnológica. Quizá sea aún demasiado pronto para perorar sobre su afectación en la intimidad de la creación artística o, seguro, para ello se necesite a alguien más ilustrado que yo (que no es difícil). Lo que sí puede hacerse es apuntar ciertas transformaciones que la irrupción tecnológica ha provocado en el mundo de la poesía y abrir cierto debate:
La novedad de las tecnologías ha arrojado a la poesía un elenco de nuevos rasgos que ofrecen una sustantiva novedad con respecto a épocas anteriores. En lo que respecta al poeta, quizá el más evidente sea el de darse a conocer como autor. En los tiempos pretwitter y prefacebook, un joven poeta, si quería darse a conocer, tenía que andar con una carpeta llena de poemas bajo el brazo, dispuesto a endosárselos al primer editor o director de revista que mostrarse el más ligero despiste. Pocos lo mostraban y el joven poeta, además de poeta, se convertía en un joven pelmazo. Hoy, ese intermediario ha dejado de ser necesario. Cualquiera con un ordenador –es decir, todos–, en menos de diez minutos puede abrir un blog en el que publicar sus poemas. Y esos poemas pueden alcanzar a muchos más lectores que si hubieran sido publicados en una revista e incluso en un libro. Además, las experiencias recientes nos dicen que si ese poeta 2.0 consigue concitar en torno a su blog a un número considerable de lectores, no tendrá que ser él quien llame de editorial en editorial buscando un hueco en los catálogos, sino que serán estas las que le requieran.
En lo que quizá sea el aspecto más pedestre del quehacer poético –darse a conocer, alcanzar lectores, etc…– la explosión repentina de las nuevas tecnologías (porque aunque formen parte ya de nuestro paisaje habitual, siguen teniendo algo de repentino), ha sido sumamente beneficiosa. Sin embargo, esto no es, ni siquiera, lo más importante.
El mundo que se llama dos punto cero no ha hecho más que ahondar en una dinámica anterior. Esa nebulosa indefinida que se ha llamado posmodernidad impone una tendencia que obliga a la asimilación. Y por asimilación, de un tiempo a esta parte, la poesía se caracteriza por su indefinición. A la pregunta «¿qué es poesía?» se le ofrecen un sinfín de respuestas muy dispares entre ellas y, en su mayoría, perfectamente válidas. Hay quien considera que esta ausencia de norma ha contribuido al empobrecimiento general de la poesía. Otros pensamos que le ha dado una dimensión más cercana a su realidad: la poesía no puede convertirse en el redil de unos iniciados apegados ciegamente a un canon; no puede ser un conciliábulo esotérico. Antes bien, la poesía tiene que ser un inmenso territorio de libertad. Internet y el boom de las tecnologías de la comunicación, que tienen su cruz, también en poesía, han hecho que esa libertad alcance sus más altas cotas.
Casi todos los debates que surgen en el ámbito poético han interesado e interesan única y exclusivamente a los poetas, y no a todos. Además, suelen ser ocasiones muy propicias para una tradición arraigada entre los poetas: acordarse de los muertos de otro. Pero hay, desde hace bien poco, un nuevo fenómeno que se ha bautizado –no sin su correspondiente pizca de mala leche– como los poetas de Twitter, que vendrían a ser esa nómina de autores que provienen, casi en su mayoría, de la canción de autor o el rap, que tienen una legión de fans en las redes sociales y venden miles de ejemplares de sus obras, publicadas en colecciones que se intitulan de poesía. El debate está en si son o no son poetas y es posible que en las intervenciones al respecto se mezcle la envidia de ciertos poetas, porque ninguno tiene fans que atesten las firmas de libros ni índices de ventas tan espectaculares. Por mi parte, les envidio, sobre todo, porque muchos de ellos saben hacer música y tienen la sensibilidad y la técnica para hacer canciones que son mejores que muchos poemas.
Hay quienes dicen que absolutamente no, no son poetas. Y se golpean el pecho, en signo de aflicción por una pureza ultrajada. Hay quienes creen que han inaugurado un nuevo género poético: el juvenil. Y los hay que, pese a los bostezos, nos vemos casi obligados a participar. La frontera que en este juicio separa al poeta del outsider parece estar delimitada en las costuras literarias que ahorman al autor. Todo poema, por muy original que sea la voz de quien lo escribe, acaba remitiendo a un referente, a un Maestro (una suerte de arquetipo conformado por los elementos de unos y otros poetas a los que uno ha leído con gusto y admiración; una especie de ideal al que tender). En esto, es evidente que los poetas de Twitter parecen no cumplir con el requisito, pese a que algunos de ellos tienen un bagaje de lecturas considerable. Tampoco parecen muy interesados en construir una poética. De todo ello, deduzco que ni quienes los desprecian como advenedizos ni quienes los consideran prebostes de la poesía juvenil atinan en sus juicios. Lo que escriben no son poemas, pero tampoco son canciones. Son un medio camino al que se ha llamado poesía con algún apellido, aprovechando la espaciosidad del término.
Quizá, la mejor definición que yo he oído de este fenómeno la dio Luis Alberto en aquel coloquio por el que comenzó este artículo: para-poesía, es decir: junto a la poesía. Pareciéndose a ella, pero sin ser enteramente ella.
Este género para-poético no tiene por qué ser ni mejor ni peor que otros. Como en la poesía, habrá buenos y malos para-poetas. Despreciarlos de antemano, incluso cuando se hacen llamar poetas (una osadía en la que caemos todos, incluso para los que hacen sonetos como si fueran salchichas) sería aventurado. Habrá que esperar, pues, para ver si es solo el arrebato de una moda o si, poco a poco, va encontrando su desarrollo. Y habrá que hacerlo, como casi siempre, atendiendo a Juan de Mairena: “Si alguna vez cultiváis la crítica literaria o artística, sed benévolos. Benevolencia no quiere decir tolerancia de lo ruin o conformidad con lo inepto, sino voluntad del bien, en vuestro caso: deseo ardiente de ver realizado el milagro de la belleza. Solo con esta disposición de ánimo la crítica puede ser fecunda”.