Justino Sinova | 03 de marzo de 2017
Los independentistas catalanes no descansan ni pierden ocasión. La vista de la causa en el Tribunal Supremo contra Francesc Homs, diputado catalanista que no ha sido capaz de renunciar al aforamiento protector que le brinda el Estado que quiere destruir, ha sido utilizada por los secesionistas para porfiar en sus amenazas. Pese a ser un acto de reparación de la legalidad, el juicio ha servido para que las pantallas de las televisiones se llenaran del golpismo separatista de los mensajes que proclaman la obcecación en conseguir a las bravas la “liberación” de Cataluña. Lo de menos ahora es el espectáculo callejero de desafío intimidatorio al Supremo, con la llegada a manadas el primer día acompañando al reo; lo realmente significativo es la sucesión de bravatas dichas ante el tribunal por Homs y secundadas por Artur Mas.
Pese a ser un acto de reparación de la legalidad, el juicio ha servido para que las pantallas de las televisiones se llenaran del golpismo separatista
Había síntomas de que el procés entraba en fase de letargo, pero las palabras de los dos catalanistas los desmienten. Si Homs y Mas, juzgado días antes, son condenados a inhabilitación, pasarán de inmediato a un segundo plano y sus vidas políticas habrán quedado congeladas. Recordad a Arnaldo Otegui, que un día proclamaba su candidatura dijera lo que dijera el tribunal y un día después quedaba reducido a la nada política meramente simbólica. Homs y Mas serán también reminiscencia política si son sancionados conforme a la ley. Pero sus amenazas y las de sus secuaces ya forman parte del panorama, en el que cada día hay un anuncio más del secesionismo, esa matraca que se encargan de mantener viva con todas las trampas semánticas de que son capaces, como la falsedad de que la esencia de la democracia consiste en votar. La esencia de la democracia es cumplir la ley y, por lo tanto, reincidir en violarla es la insignia del antidemócrata.
Si Homs y Mas, juzgado días antes, son condenados a inhabilitación, pasarán de inmediato a un segundo plano y sus vidas políticas habrán quedado congeladas
Tras una semana de provocaciones, el español medio intranquilo vuelve los ojos hacia la maquinaria política del Estado, que permanece dormida, con indicios de parálisis. Como si el reto fuera imperceptible. La vicepresidenta viaja a Cataluña y se reúne, pero ¿alguien puede asegurar que la amenaza secesionista es hoy menor que hace un año? El griterío es mayor, la prepotencia es ostensible y Artur Mas continúa sonriendo con su mueca de desafío. Enfrente, el silencio también ha crecido. Un día se habló de aplicar el artículo 155 de la Constitución, previsión defensiva frente a quienes atenten “gravemente al interés general de España”, pero luego se le ha cubierto con el manto de silencio que se impone a lo políticamente incorrecto. Se quiere desacreditar el recurso al 155, como si se tratara de un atentado, una arbitrariedad, un histerismo ilegal, cuando consiste solo en cumplir la Constitución. Y a estas alturas desconocemos si el Gobierno lo conserva en la recámara como una posibilidad. Nunca lo citado, nunca se refiere a su utilidad, ¿existe un plan diseñado por un porsiacaso?
El fiscal del Supremo que ha acusado a Homs definió el intento de referéndum del 9-N como “un desafío a la legalidad, un pulso al Estado de Derecho por el gobierno de una Comunidad Autónoma que decidió desoír el mandato del Tribunal Constitucional”. Después de las últimas amenazas de Homs y Mas a nadie puede quedarle duda de que están y pretenden seguir en la ilegalidad. Pero lo único que hace el Estado es aguantar, lo que ya va siendo una manera de convivir con la transgresión.
Las consultas que pone en marcha el Ayuntamiento de Madrid no tienen nada que ver con la obsesión de los independentistas catalanes. Manuela Carmena, la alcaldesa, no quiere plantear nada ilegal, pero propone votaciones inadecuadas. Pide a los ciudadanos que manifiesten su opinión sobre la urbanización de una plaza, el cierre al tráfico de una calle o la sustitución de unas placas, que son cuestiones que han de resolver precisamente los políticos, a los que se les elige para ello.
Los ciudadanos optan por soluciones fáciles para problemas difíciles –quién no quiere una calle para pasear libre de automóviles, una plaza llena de pájaros y árboles floridos-, que no siempre son las adecuadas para el desarrollo de una ciudad y la convivencia en ella. Luego resulta que la participación es mínima, por debajo en algunos casos del uno por ciento, lo que por lógica anula su validez. Esas consultas no son ilegales, pero en la práctica son inservibles. Dan una pátina de democracia, pero no solucionan y sí complican los problemas.