Jorge Soley | 06 de febrero de 2020
La Edad Media y la Iglesia, habitualmente desvirtuadas en el estudio de la historia, son esenciales para entender el progreso de la sociedad occidental.
¿Por qué nos comportamos de una determinada manera? ¿Por qué en Europa se desarrolló lo que Arnold J. Toynbee llama la civilización cristiana occidental y por qué esta ha logrado unos niveles de desarrollo y prosperidad muy superiores a los de otras civilizaciones?
Para algunos investigadores de las Universidades George Mason y Harvard, está muy claro: la clave hay que buscarla en la Edad Media.
En efecto, los economistas Jonathan Schulz y Jonathan Beauchamp, de la George Mason, y los biólogos evolutivos Henrich y Duman Bahrami-Rad, de Harvard, acaban de publicar en la revista Science un apasionante estudio titulado The Church, intensive kinship, and global psychological variation, que ofrece una nueva explicación para comprender el desarrollo, único, que emprendió la civilización occidental.
La base del estudio es una estimación de lo que estos investigadores llaman exposición a la influencia de la Iglesia, el grado de cristianización de un territorio antes del año 1500, medido en base a múltiples variables (número de iglesias y año de su construcción, presencia de monasterios y conventos, etc.). A continuación, han puesto en relación ese grado de cristianización con otras variables, que definen como psicológicas, y los resultados han sido sorprendentes y en extremo consistentes: a mayor cristianización, mayor cooperación con extraños, pero al mismo tiempo mayor individualismo y menor conformismo, señala uno de los investigadores.
Entendámonos: cuando habla de mayor individualismo o de menor conformismo, se está refiriendo a una actitud que no asume y obedece acríticamente todo lo que se dictamina desde instancias superiores, sean estas políticas o sociales. En definitiva, una mayor independencia, una mayor autonomía y, también, una mayor responsabilidad personal. Actitudes todas ellas que están en el origen del enorme desarrollo logrado en Occidente.
El mecanismo que han encontrado estos investigadores para vincular este tipo de actitudes con el grado de cristianización es también importante y muy significativo. Antes de que la fe cristiana configurara nuestras costumbres, la estructura social predominante, también en Europa, era el clan, una densa red familiar extendida y reacia a admitir en su seno a personas ajenas al mismo, algo muy similar a la preponderante tribu que aún vemos muy vigente en amplias partes del mundo. La Iglesia transformó la estructura familiar, fortaleciendo la más pequeña familia nuclear monógama y restringiendo fuertemente el matrimonio entre familiares, algo forzosamente muy común en el seno de un clan o tribu. El matrimonio con un primo era algo habitual en las sociedades previas a la cristianización y, de hecho, continúa siendo común en países en los que la fe cristiana está presente solo de modo muy marginal. Por ejemplo, en el actual Irán, el 30% de los matrimonios son entre primos de primer o segundo grado. Para entender la importancia del tema basta señalar que, tal y como indica Schulz, en trece de los diecisiete concilios del siglo VI se trató de la regulación de este tipo de uniones.
Uno de los rasgos que estos investigadores han encontrado más desarrollados en las sociedades que han sido expuestas durante más tiempo y en mayor profundidad a la influencia de la Iglesia es, entre otros, la mayor confianza en los extraños. Si en un entorno tribal la desconfianza hacia el extraño es radical, en el nuevo entorno creado por la cristianización es posible que el extraño pueda convertirse en un familiar, novedad que tiene implicaciones prácticas fascinantes: por ejemplo, las sociedades que recibieron la fe cristiana durante la Edad Media muestran unos ratios de donación de sangre consistentemente superiores a los de aquellas que la recibieron más tarde. Pecando de un poco de sensacionalismo, podríamos decir que si somos generosos donantes de sangre o nos negamos a obedecer ciegamente al Gobierno de turno es gracias a la Edad Media.
Un interesante corolario es que la clave del desarrollo en Occidente no se debe a ninguna predisposición genética especial, sino al impacto de la fe cristiana, primero sobre la estructura familiar y, como consecuencia de esto, en toda la organización social.
Acabo con una nota personal: recuerdo cómo hace años, visitando un amigo español que vive desde hace mucho tiempo en Chile, comentábamos los rasgos positivos de aquella sociedad. A continuación me sorprendió con un comentario: “Sí, todo eso es cierto, pero se nota que no han tenido Edad Media”. Me chocó el comentario, pero ahora veo que no iba muy desencaminado.
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